EL TRINCHE EN ÑAM CHILE: LA CASA DE LUIS

EL TRINCHE EN ÑAM CHILE: LA CASA DE LUIS

Crónica. A Santiago de Chile me trajo un festival de cocina; al Valle del Colchagua me llevaron las amigas. Esta es la crónica de una noche en la casa de Luis.

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Escribe Paola Miglio, Enviada Especial

A Santiago de Chile me trajo un festival de cocina, Ñam 2014, y trabajo; al Valle del Colchagua me llevaron las amigas. A ese trepidante viaje que se organiza con los chefs invitados antes del evento para conocer el país de primera mano. Uno de aquellos días, en algún rincón del sur, viví una de las noches más extrañas hasta ahora: hubo pasta, vino, música barroca y demasiadas risas. Acá la historia.

La carretera se hace cada vez más estrecha. Hemos recorrido el Valle de Colchagua (Chile) catando vinos todo el día, son las ocho y toca comer nuevamente. Nadie sabe a dónde vamos. Solo se ven árboles, un camino de trocha iluminado por las luces de nuestra reluciente van negra. Hay cansancio, pero aún queda curiosidad. Ese ingrediente que es el punto de partida de cualquier gran aventura o descubrimiento. Como llovió la noche anterior, el cielo se encuentra despejado y entreverado de estrellas. De pronto atravesamos un gran portón y una casa se revela antigua, imponente, en medio de 60 hectáreas de viñedos. No es una bodega, es el hogar de alguien, todavía no sabemos de quién.

El patio exterior tiene un estanque rectangular. Una complicada vegetación, ligera y extensa flota en la superficie. En el lado derecho se encuentra la biblioteca: libros desordenados se superponen, cómodas sillas, televisión pantalla plana y un bar. Se abre la puerta de ingreso y aparece Luis, el dueño. Tendrá unos 65 años, es italiano y su broceado y sonrisa están a punto. Viste jeans y una camisa azul añil, lleva un botón ligeramente desabrochado y las mangas dobladas. Se le ve cómodo, contento de recibir a 12 extraños que llegan de todas partes del mundo. Abre los brazos, besa, pregunta cómo estamos.

Cada uno de los salones de su hogar lleva a otro más alucinante. Es como un juego de laberinto. No son espacios recargados, pero sí complejos en su sencillez. Hay esculturas de budas, cuadros japoneses, jarrones chinos, alfombras persas y sillas republicanas. Hasta Ganesha preside uno de los salones. El comedor es la más tierna de las habitaciones. Amplio, casero, integrado con la cocina, es de abuela y tiene cero ostentación. En la mesas de madera hay velas con racimos de uvas gigantes. “Son el postre y son orgánicas”, dicen por ahí. Hay dudas. Definitivamente son mutantes y se desparraman sin sentido. En cualquier momento les afloran patas y se ponen a caminar. Al lado, los fogones ya están prendidos y calientan tres ollas. La pasta viene más tarde. Aseguran. Mientras tanto notamos una inusual cantidad de gatos y perros. Luis ya no sabe cuántos tiene, dice que son como noventa.

La biblioteca apenas iluminada.

Uno de los salones de la casa, apenas iluminado.

Uno de los patios interiores (al que tenemos acceso) es de piedra y cuadrado. Hay varias pinturas de un mismo trazo que parece inocente, sin embargo muestran cuerpos coloridos, de marcados intensos y hasta desvergonzados. Suponemos que Luis, o una de las tantas personas que viven en esa casa, pinta. Luis llegó de Italia hace 10 años. De la Toscana. Cuentan que allá alquiló un castillo familiar y de viaje por esta zona chilena encontró una casa patronal abandonada, la compró y decidió rehabilitarla. Dice que no necesita de Santiago, que vive feliz en medio del campo, que es un hombre de la tierra y le gusta el trabajo con las manos. Que tiene cerca de 30 hectáreas de cultivo, pero que son una suerte de ecosistema en donde varias especies han hecho su casa. Todas ellas alimentan una hectárea y media que es donde produce el vino de la casa. El que vamos a tomar hoy.

Luis nos apura. Habrá un concierto antes de la cena. En uno de los salones, la mesa acumula vino y aguas frescas saborizadas con limones, hierbas y naranjas. En otro, dos parejas mayores (invitadas de Luis) esperan que empiece el recital. Hay un arpa y un guitarrón chileno de 25 cuerdas. Sillas vacías y Luis que nos acomoda. Un silencio bruto invade el lugar y comienza la primera pieza: si la memoria no nos traiciona es sefardí y adaptada por los dos músicos, que además se dedican a hacer instrumentos y venderlos a la Sinfónica de Berlín. Luis y una de las señoras que han sido invitadas junto con nosotros, quieren hacer un festival de música en la zona y están planeando un concierto en una iglesia. Los afiches ya están impresos.

Se suceden cuatro piezas musicales, barrocas, impecables. Me acompañan tres copas de vino blanco y un cierre de ojos que viene y se va. Sueño modorrero acunado por la melodía, interrumpido por momentos de conciencia necesarios, para no hacer tanto el ridículo. El cierre es un Cucurrucucú paloma, y uno de los señorones acompaña a los músicos con un grueso pero entonado murmullo. Las pieles se encrespan, las sonrisas se cruzan, las copas se alzan y Luis está cada vez más feliz. Se mueve inquieto en su silla, mira a todos lados, observa, no se le pasa una. Ahora quiere que pasemos a comer las pastas que ha preparado: tallarines con camaroncitos y salsa de tomate de su huerto, tagliatelli con berenjenas (soberbio) y farfalle arrabiate. Las farfalle son las que más le gustan. Las disfruta suelto de huesos, mientras repite que de aquí no se va. Que no tienen necesidad.

Luego se para sobre una silla y brinda por tenernos como invitados, porque seguramente nunca más nos volveremos a ver, porque la noche ha sido perfecta, porque se encuentra agradecido por la vida, porque no puede ser más feliz. Levanto la copa, la décima del día, de todas aquellas que me han mantenido en un adormecimiento eterno, y brindo yo también: porque la comida y la compañía es buena, porque las risas son muchas, porque no he mirado el celular desde hace dos horas, porque no se donde estoy, no sé cómo llegué ni como salir y, porque, francamente, hoy eso me importa bien poco.

Etiquetas: Chile, Ñam, festival de gastronomía, Ñam2014, Valle de Colchagua, pasta, barroco

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