
LA COSTUMBRE: PUCHERO DE CARNAVAL
En Andahuaylas, el carnaval se vive con intensidad gracias al Pukllay, un evento que une el campo y la ciudad en un espectacular pasacalle y concurso. Y para celebrar con sabor, nada mejor que un buen puchero.
En Andahuaylas, el carnaval se vive con intensidad gracias al Pukllay, un evento que une el campo y la ciudad en un espectacular pasacalle y concurso. Y para celebrar con sabor, nada mejor que un buen puchero.
Texto y fotos Sonaly Tuesta (IG @sonalytuesta)
Como si las serpentinas fueran suficientes. Allí estaban, enredados de colores, haciendo sonar la tinya y cantando una vez más al Pukllay que había llegado. Aquí en Andahuaylas, la tierra del Tayta Arguedas, así se le conoce al carnaval que viene del campo y la ciudad y se junta en las calles inundando de fuerza y alegría todo el paisaje, evocando la voz del río, de la lluvia, de los truenos rebeldes, del sol que se retrae por momentos, pero no se oculta.
El carnaval es un instante único, un estallido de júbilo sin restricciones. Es como si, por un momento, el mundo desapareciera y solo quedaran el ritmo y la celebración. El espíritu festivo recorre cada comparsa, transformándola en una explosión de alegría desbordante que se traslada a la mesa, cuando en equipo, ayudándose y compartiendo se prepara y se degusta el puchero.
Este potaje, símbolo de abundancia y del buen compartir, empieza en una olla grande colocada al fuego donde hierven las carnes. Se usa algo de carne de res, pero los protagonistas son el carnero y el chancho, la chalona curada en el invierno, el infaltable cuero de cerdo para darle más sabor. Ingresan ahora los demás ingredientes, cada uno con su propio poder. Allí se juntan garbanzos, habas verdes, trigo, arroz, papas, camotes, coles y duraznos.
Irma Tello ha terminado de cocinar y trae el plato. «Primero lo sólido, luego el caldo”, dice. Explica que en Andahuaylas hay un detalle que distingue su preparación: la col se troza en tajadas y no se coloca entera. Así, cada ingrediente encuentra su lugar en este banquete de carnaval, apetitoso y suculento, poderoso y retador como el “seqollonacuy”, aquel enfrentamiento ritual que alguna vez vi en Sacclaya. En medio de la multitud, alguien elige a su adversario y lo desafía en el centro del campo. Con la honda o huaraca, se golpean en el brazo, la pantorrilla o, en ocasiones, en la cintura. Son solo unos segundos de intensidad, hasta que se alejan, se abrazan y dejan atrás la contienda que provoca el carnaval, una vez al año.
Y algo más. Hay quienes creen que en estas épocas los demonios andan libres, por eso algunos se disfrazan de diablos durante la fiesta, quizá para confundirse con ellos. Tal vez tengan razón, pues en Andamarca (Lucanas – Ayacucho) afirman que los danzantes bailan con el diablo. Así que, al finalizar el eufórico festejo, el mismo miércoles de ceniza, deberán botar del cuerpo a los malos espíritus. ¿Cómo?: recibiendo tres latigazos del mayordomo que usa el chamberín de tres puntas de cuero crudo y golpea en nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Luego, los castigados tendrán que beber el yawarchan, un brebaje de hierbas que según la costumbre es la sangre de Cristo.
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