Estas son las recetas de las polentas de mi infancia que desataban pasiones desbaratadas en casa. Ambas, deliciosas y con texturas distintas, son buenas alternativas para preparar en esta Semana Santa.
En mi familia siempre hubo dos bandos: los que comían la polenta suelta, tipo puré y encima la salsa o el ossobuco (la parte de mi mamá) y los que la preferían dejar secar para luego cortarla cual pastel (la parte de mi papá) y freírla en aceite muy caliente. Yo, siempre en el medio, por supuesto. Acá les traigo las recetas familiares.
En mi familia siempre hubo dos bandos: los que comían la polenta suelta, tipo puré y encima la salsa o el ossobuco (la parte de mi mamá) y los que la preferían dejar secar para luego cortarla cual pastel (la parte de mi papá) y freírla en aceite muy caliente, también con la salsa que tocaba encima. La costra que se formaba sobre el menjunje era adictiva y crujiente (como el pellejito del pollo a la brasa que siempre se guarda para el final), así como esa textura atamalada que se lograba luego de dejarla reposar horas en una bandeja de fierro enlozado blanco, cubierta con un secador impecable.
Por supuesto, la polenta suelta tenía también lo suyo: una cremosa experiencia que se cubría con la salsa de turno y se espesaba un poco por la cantidad de queso parmesano recién rallado que le poníamos ni bien llegaba a la mesa. Para unos esto era sacrilegio, para el resto freírla era el horror. Para mí, con mi corazón que todo lo abraza y lo recibe con alegría (menos el hígado y los riñones), cremosa y o frita, era un festival. Nunca en la misma casa: la frita llegaba en tapers de donde mi abuelo Pepe a la casa de mi abuela Inés. Así de fieles a sus tradiciones eran.
El tiempo fue apaciguando rigideces, y mientras crecíamos, muchos más cedían al dupleteo, sin ese opresor sentimiento de culpa de ser desleales al plato. Hoy, mis abuelos ya no están. Dejaron larga lista de recetas que les iré contando poco a poco. Pero la polenta perdura. Siempre. Ese bocado, ese mordisco de infancia que nos acerca a todos un poquito más cada año. Ese hilo que seguramente algún fin de semana inesperado volverá a tejerse virtualmente, creando una resistente red de sabores que queda apretada en el espíritu para toda la vida. Acá las recetas, ambas. Las fotos son referenciales, pero así como se ven, quedan.
LA POLENTA DE LA CASA DE MI ABUELA INÉS
Esta es la receta de la bisabuela Teresa contada por mi mamá, Gabriela: “En una olla, colocas dos litros de agua y agregas sal, un trozo de mantequilla y una hoja de laurel. Cuando rompa el hervor, se incorporando la polenta en forma de lluvia (medio kilo), moviendo constantemente hasta que se cocine. Le echo un chorrito de leche, sobre todo si veo que se va secando. Siguen moviendo y cuando hierve y comienzan a explotar las burbujas gordas, mueven entre cinco y 10 minutos más y listo. Hay ir probando la sal durante todo el proceso. La textura debe quedar cremosa, pero no muy suelta. Antes de sacarla se le echa queso parmesano y se rectifica la sal nuevamente. Se sirve tibia y con ragú sin carne porque es Viernes Santo y es cuando se acostumbra a comer”.
LA POLENTA DE LA CASA DE MI ABUELO PEPE
Como para no repetir, hablo con mi tía Mari y me cuenta que mi abuelo Pepe, su papá, seguía el mismo procedimiento al inicio de la preparación. Sin embargo, me especifica que hay que tener cuidado a la hora de escoger la polenta, porque ahora hay una instantánea que se hace pelota rápidamente. Así que es mejor si se inclinan por la polenta bramata que es más rústica y áspera y también se encuentra en el supermercado. Mi abuelo también le echaba leche y parmesano y la espesaba un poco más, con esa parsimonia y paciencia a la que también acudía cuando preparaba sus fascinantes sábanas, aplánandolas delicadamente con “su piedra” que nadie podía tocar, hasta que se convertían en láminas de carne inmensas y casi transparentes. Pero esa es otra historia. Regresando a su polenta, cuando estaba lista la acomodaba en una fuente hasta que se endurecía y luego la cortaba en rectángulos y la pasaba por mantequilla o aceite de oliva en la sartén. La servía con bacalao.