MÓNICA HUERTA, PICANTERA: LA COCINA ESTÁ VIVA
La picantera arequipeña Mónica Huerta se junta con la crítica gastronómica María Elena Cornejo para hablar de su vida y de las picanterías.
La picantera arequipeña Mónica Huerta se junta con la crítica gastronómica María Elena Cornejo para hablar de su vida y de las picanterías.
Escribe María Elena Cornejo @cucharonviajero
Fotos Paola Miglio
La picantera arequipeña Mónica Huerta se junta con la crítica gastronómica María Elena Cornejo para hablar de su vida, del trajín picantero, de la evolución de una de las cocinas más importantes del país.
Tu mamá fue picantera. Tu abuela también. ¿Cómo asumes la sucesión Prácticamente nací en la picantería, pero yo fui muy engreída. Como era la hija menor, mi mamá nunca me dejó entrar a la cocina. No quería que me ensuciara ni me maltratara las manos. Cuando fui creciendo, ella fue necesitando ayuda, pero a mí no me gustaba. Es más, hasta cólera le tenía a la picantería, porque mi mamá nunca dejaba el negocio. Ni para recoger mis notas, ni para ir a verme a una actuación, ni para llevarme al parque o al cine, nada. Pensaba que quería más a la picantería que a mí, y sentía unos celos terribles.
Y tus amigas, ¿eran picanteras o no? Mi mamá me ponía de ejemplo a la Saida. “Mira que la Saidita ayuda a su madre. ¡Cómo no soiscomo la Saidita que se mete en la cocina!”. Yo odiaba a la pobre Saida y ni la conocía.
Luego fuiste creciendo… Con el tiempo, me alejé totalmente del negocio de mi mamá. Me casé y puse un negocio con mi esposo. Pero en 2004 mi mamá se enfermó de cáncer y le dieron dos meses de vida. Ahí fue cuando, a pesar de lo terrible de la enfermedad, hubo un acercamiento madre-hija muy bonito. Estuve cerca de ella, me contó sus historias, me dijo que me quería. La pude acariciar y abrazar, lo que nunca nos permitió antes porque mi mamá era dura, fuerte, trabajadora. La mayor expresión de amor en esa época no eran las caricias sino un plato de comida.
¿Y qué pasó? Mi mamá dejó un testamento. Cuando lo leí, ¡casi me muero! Decía que me dejaba la picantería, pero que no podía cerrarla en seis años. Si después de ese tiempo seguía sin gustarme, podía dedicarme a otra cosa, pero no antes. Fue una decisión muy difícil, que me dolió mucho, porque mi mamá sabía que odiaba la picantería. Además, no tenía recursos. Tampoco conocimientos, ni ganas. Solo tenía memoria de los sabores.
No te quedó otra que ponerte a cocinar. Iba donde mis tías con mi libretita para apuntar todo, todito lo que me decían, pero no me salía como a mi mamá. Tampoco tenía clientes. Todo era gasto, lloraba todo el día. Hasta que, rebuscando en los cajones de mi mamá, descubro el testamento de mi tía abuela Cipriana Chaca viuda de Palomino, fechado en 1895. Ahí ella le lega la picantería a mi abuela; más tarde, en la década del treinta, mi abuela se la lega a mi mamá en los mismos términos, ¡y con la misma exigencia que mi mamá lo hizo conmigo!
¡Una epifanía! Como ver tu pasado. Quedé en shock.Recién entendí a las mujeres de mi familia: a ninguna le gustó la picantería, pero las experiencias vividas hicieron que acabaran amándola. Porque la picantería es amor y sentimiento. Me enamoré de la historia de mi abuela y decidí que tenía que hacer la prueba, porque se lo debía a mi mamá, a mi abuela, a mis tías. Ellas habían sido ignoradas toda su vida, y yo quería que sus historias de lucha, de entrega, de amor, de sufrimiento sean conocidas por todos.
¿Qué papel cumplían los maridos? Casi todas fueron mujeres solas, con maridos ausentes. Sufrieron mucho maltrato físico y psíquico, porque la sociedad no les permitió ser independientes. En las picanterías antes se bailaba; era un sitio de bohemia, de poesía, de canto, de arte, y entre ellas tenían que protegerse. Si una picantera tenía esposo, él se encargaba de tareas menores: prendía el fuego, servía la chicha, traía la carne del camal. Para ellos era el primer plato de comida. Se les llamaba Respeto, una palabra muy bonita, porque de alguna manera su presencia frenaba a los borrachines impertinentes.
Empezaste en 2005. ¿Cómo recuerdas los inicios? Empecé de cero y con deudas. Al principio tenía dos mesitas, tres mesitas. Iba al mercado en la mañana, cocinaba poquito nomás porque no había gente, terminaba de preparar, me arreglaba rapidito para atender a los clientes, porque mi mamá siempre decía que había que estar bien limpia y bien presentada. En la tardecita, apenas se iba la gente, lavaba los manteles. Y en la noche me quedaba hasta tarde, pensando en qué haría al día siguiente. Si faltaba alguna técnica, algún secretito, iba corriendo donde mis tías a preguntarles. No cerraba nunca, ni en feriado. La gente regresaba contenta y fuimos creciendo. En un año ya teníamos harta gente. Tuvimos que acondicionar hasta el dormitorio de mi mamita para recibir a las familias. La gente hacía cola afuera, y yo lloraba pensando que si no los atendía quizás ya no regresarían. Recién el año pasado nos dimos cuenta que, desde la muerte de mi mamá, cada Día de la Madre hemos abierto un nuevo espacio. Ahora atendemos a 300 personas cada día.
¿Qué ha cambiado en la picantería en los últimos 20 años? La esencia sigue siendo la misma gracias a Dios; es decir, la técnica, la paciencia, el amor, el uso de productos del día, hacer chicha de guiñapo y moler en batán. Seguimos haciendo el charqueado, asoleado, salado, secado, ahumado, jaspeado. Hemos cambiado la forma de manipular alimentos y de cuidar el medio ambiente, y el servicio al cliente. Lamentablemente, ya no hay tertulia picantera. Nosotros queremos rescatarla, ¡y lo vamos a hacer! Es parte de nuestra historia. En la picantería se ha cantado a la vida y a la muerte, se han gestado revoluciones y han nacido poetas. Esa tradición no se puede perder.
¿Qué significa innovar en una cocina tradicional? La cocina siempre tiene que partir de la historia, de la identidad. Los productos ya no son los mismos, pero tenemos que seguir trabajando el sabor con ayuda de la técnica. En el camino vas descubriendo, redescubriendo o inventando cosas. Por ejemplo, el uso de la chicha de güiñapo, tan característica de nuestra cocina. En qué platos es mejor usar concho, usma, fermentado, verde o maduro. No lo sabía, pero tenía grabados en el paladar los sabores de mi mamá. Iba probando, agregando un poquito de esto o quitando tantito de lo otro. Al final, queda un plato con tu propio sello. Aprendes que cada técnica sirve para algo específico y que los sabores dependen del proceso. Hay platos que han demorado muchos años en madurar, porque la cocina es algo vivo, en continuo movimiento, y nuestro deber es conservar el legado, la historia, la técnica, la tradición.
¿Qué es lo más insólito que te ha pasado en la picantería? Varias cosas; algunas son hasta chistosas. Una vez el Estado quiso certificar a nuestros cocineros, que no tenían estudios académicos, pero sí experiencia. Llegan los señores a la picantería y preguntan por el robot, por la batería de cocina. Ni se interesaron por los batanes, el mocontullo, el charqui. Después les pidieron hacer una salsa bechamel. “¿Qué es eso?”, se asustaron los cocineros. “Si no saben las bases de la cocina, no podemos certificarlos”, les respondieron. Ahí se acabó la historia. Es gracioso, pero también muy triste. Muestra la desconexión del Estado con las cocinas regionales.
El éxito es atractivo, pero atrae buitres, ¿no? No es nada fácil, sobre todo al principio. He llorado mucho y caí en una depresión muy fuerte por gente malintencionada que me atacaba por gusto. Me atribuían palabras o acciones que no había dicho ni hecho. Era una campaña que no me daba tregua. Hubo días que no quería ni levantarme de la cama. Mi esposo y mis hijos estaban muy preocupados. Solo pensaba: “todo lo que he hecho no vale nada, no sirvo para picantera, no estoy honrando el legado de mi madre”. Esa fue la única vez que me permití ser débil. Pero me llegó la invitación de Promperú para ser imagen de Marca País, y ese reconocimiento me hizo reflexionar: no era a mí a quien reconocían, sino a la picantería, a las mujeres de mi tierra, a mi madre, a mi abuela, a mis tías, que nunca fueron valoradas. Ahora sé quién soy, sé lo que hago, lo que valgo, no le hago mal a nadie y duermo tranquila. Solo quiero ser mejor persona cada día, como esposa, madre, picantera y arequipeña.
¿Qué opinas de premios que reconocen a la mejor chef mujer? Hace poco nomás me enteré de esos premios diferenciados y pensé “¿por qué no nos ponen juntos, hombres y mujeres? A fin de cuentas, hacemos lo mismo. Las mujeres no necesitamos un premio especial para saber lo que hacemos”. Pero también es cierto que somos poco conocidas, y menos valoradas que los hombres. Creo que hay que dar gracias por todos los pasos que se den a favor de la igualdad. En Arequipa las cocineras somos las reinas, pero en el país hay poco conocimiento de la cocina que hacemos las mujeres en las regiones, con profundo amor y sabiduría. El valor de los premios radica en eso.
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