MAURO COLAGRECO: VIVIR EN EL LÍMITE
Hace unos meses viajamos a Menton (Niza) a descubrir el mundo del cocinero Mauro Colagreco. Esta es la crónica de la visita a una cocina de frontera.
Hace unos meses viajamos a Menton (Niza) a descubrir el mundo del cocinero Mauro Colagreco. Esta es la crónica de la visita a una cocina de frontera.
Escribe @paolamiglio (Instagram @paola.miglio)
Mauro Colagreco se instala en la barra de San Corrado, típico café italiano de esquina, a una cuadra del mercado de Ventimiglia (Liguria, Italia). Pide capuccino para todos. «Son los mejores», dice. Y sonríe ampliamente, como siempre desde que lo conocemos. El chef con dos estrellas Michelin (Mirazur) y cuarto en la lista de los 50 Best mundiales, acaba de recibir la condecoración Orden Nacional del Mérito de Francia y es considerado uno de los mejores de este país. Del mundo. Su vida es un ir y venir: actualmente es parte de restaurantes en China y los Alpes; y tiene GrandCoeur en París y Carne en Buenos Aires. Es con Mirazur, ubicado en Menton, un pequeño pueblo de la Costa Azul de Francia, con el que se ha llevado varias palmas. Ahí está gran parte de su corazón. Su familia. Su proyecto de vida.
Terminamos el capuccino: cremoso, intenso. Perfecto. Luego nos embarcamos en un breve recorrido por el mercado. Ventimiglia está a unos 20 minutos de Menton, bordeando el mar. A Mauro lo reconocen mientras camina: ha sido juez en el Top Chef de Italia y tiene varios proveedores en esta plaza. Paramos en un puesto que vende miel, nos cuenta un poco la historia del productor y nos hacemos de una botella de vinagre. Luego los cítricos, famosos en la región, las setas, los pepperoncini, los tomates… para nosotros es un festival de color y aromas. Para él, su día a día. Sabe que se encuentra en una zona privilegiada por la naturaleza y aprovecha cada insumo para incorporarlo en su carta.
MIRAZUR
El día anterior a nuestra excursión al mercado de Ventimiglia, volamos desde Madrid a Niza y luego un taxi nos condujo a Menton. La pequeña ciudad francesa es un enclave casi mágico entre el mar y la montaña que se alimenta de paisajes etéreos y atardeceres inolvidables. No exageramos. Pasear por la playa es sumergirse en una paleta de colores y en ese azul violento por el cual la zona se ha ganado el apelativo de Costa Azul. El caso viejo es una potente muestra de la arquitectura local: rojos, amarillos, naranjas y terracotas animan las paredes de altos edificios con coquetas ventanas que se entreveran para formar calles estrechas por las que transcurre una vida quieta y tranquila. Es aquí, a este escenario, a donde hace más de 10 años llegó Colagreco para ser parte del proyecto Mirazur que ahora le pertenece: un antiguo restaurante con vista al mar que resume en sabor y aromas el espíritu de Menton y la destreza del chef.
Mauro Colagreco aterrizó en Menton con buena experiencia pero sin conocer el territorio. Había trabajado de sous chef con algunos de los mejores: Alain Passard y Alain Ducasse; y antes de embarcarse en Mirazur, boceteó cuatro o cinco cartas que, al llegar, tuvo que tirar a la basura. Si bien su experiencia servía, el entorno le contaba otra historia y tuvo que aprender de nuevo a crear vínculos con los pequeños productores, a ganarse la confianza de la gente, a conocer el lugar, sus insumos y sus tradiciones. “Era mi primer restaurante –cuenta– acá fui descubriendo un lugar y mi cocina. Ha sido una evolución enriquecedora. En el mercado las viejitas me abrazan, son ya 10 años de construir relaciones, nos guardan los mejores productos, sabemos en qué momento está tal o cual cosa lista para utilizar”. La mayoría de los productos de la huerta vienen del mercado de Ventimiglia y del mismo Mentón, que los sábados y domingos se llena de agricultores que bajan de sus pueblos. Hay cosas que hay que ir a buscar, su duración es tan corta que es necesario verlas en el mismo mercado y ahí comienza el proceso creativo.
EL LUGAR DE LA MEMORIA
Mauro pasea en el huerto de su casa incrustada en las montañas con su padre, quien está de visita en Mentón, y su pequeño hijo, Valentín. Son pisos elevados de piedra, cual andenes, en los que se han creado pequeñas jardineras que aguantan tomates, aguaymantos o capulíes, arvejas, entre otros tantos vegetales y frutos. Es como si todo creciese silvestre, aprovechando las centenarias estructuras, sin embargo hay un orden y el cocinero lo conoce. Sabe exactamente donde está cada ingrediente, cuándo crece, cuándo se recoleta. Si levantamos la vista para la derecha hay más montaña y, más arriba, algo que parece un antiguo palacete. Si volteamos a la izquierda hay brisa y un Mediterráneo inmenso. “Antes me encargaba del huerto, me gusta mucho, pero ahora tengo a alguien que me ayuda porque ha crecido”, comenta mientras nos da un capulí para probar.
Haber llegado a un lugar desconocido y crear ese contacto con la tierra ha servido, sin duda. Pero también las memorias han tenido un papel protagónico, esos recuerdos de cuando visitaba a su abuela paterna, Amalia, una vasca española casada con un italiano. Ella vivía en un pueblo llamado Tandil, en la mitad del campo; y cuando la familia la visitaba durante fiestas y vacaciones, Mauro la veía cocinar desde la mañana hasta la noche, siempre con alegría. Amalia le salpicó al nieto el amor por lo que hacía, la manera en la que recibía a la familia, la importancia de la mesa, del compartir. “El pan que abre las comidas de Mirazur es un homenaje a ella. Lo hacía para sus 11 nietos y los padres. A las 12 del medio día nos tirábamos a comer el pan con mantequilla o aceite. Mi abuelo, en cambio, era el que tenía el huerto y quien nos hacía probar los tomates de la planta”, recuerda Colagreco. Así se comienza. La memoria es lo que mueve a jugar, lo que se refleja en Mirazur no como una receta, sino como experiencia de vida y una sensación de felicidad en torno a la mesa.
LA COCINA DE FRONTERA
Menton está en la mitad de dos grandes culturas gastronómicas. Entre el mar y la montaña. Entre Francia e Italia. “En medio –ríe Mauro– un argentino llegado de la pampa para el que todo era nuevo”. Colagreco tuvo que crear un lenguaje nuevo con productos de toda la vida, insumos que los locales estaban acostumbrados a comer de una determinada manera. Fue un reencontrarse con los sabores de siempre, un redescubrir del comensal y un aprendizaje constante para el chef. Eso le dio una libertad inusitada, tanta así que ni siquiera tiene carta. Se trabaja con lo que llega del día y esta sensación se transmite a sus trabajadores, quienes se encuentran en permanente proceso creativo.
La mesa está puesta, luego de unos snacks y una copa en la salita del primer piso que mira al mar, comienza el menú. La clave de la propuesta se refleja en cada uno de los 13 pasos que probamos la primera tarde y en los siete de la noche siguiente. Hay temporada, sencillez, elegancia, sabor y aroma. Un ritmo impecable, un servicio amable y un maridaje que se inclina por blancos frescos. En nuestro recuerdo se quedan las beterragas en salsa de caviar, el lenguado en cítricos con puré de apio y salsa ahumada, el ajo tierno, los guisantes del jardín del icónico Green, el helado de nueces y el naranjo en flor. La pertenencia y honestidad de cada bocado van de la mano con la coherencia del discurso. Es pureza de ingrediente, es la máxima expresión de cada producto y la delicadeza de sus formas. Mirazur es motivo para un viaje de más de 12 horas (si contamos que andamos por Perú), un par de cambios de avión y un taxi. No hay arrepentimientos.
Comenzó en el Wong de San Miguel, de allí pasó a la tienda del Óvalo Gutiérrez y luego a la de Av. Benavides. Ahora es el supervisor de panadería del grupo.
Leer másVarias panaderías, chifas y sangucherías abren sus hornos para los pavos que buscan piel dorada y carne tierna. Planifiquen con tiempo, estas son las que nunca fallan.
Leer másVirgilio Martínez y Santiago Fernández celebran un nuevo reconocimiento para el restaurante peruano en Tokio. En este video ambos chefs nos hablan de las novedades y los retos a futuro.
Leer más