CELEBRA TODO EL AÑO: TRES DÉCADAS DE PURA GLORIA
Cual interminable fiesta patronal, Óscar Velarde celebra sus bodas de perla unido a su icónico restaurante, La Gloria.
Cual interminable fiesta patronal, Óscar Velarde celebra sus bodas de perla unido a su icónico restaurante, La Gloria.
Escríbe Catherine Contreras (IG @caty.contreras)
Zarpó ligero un 8 de octubre de 1994, sin mucho conocimiento del negocio restaurantero, pero seguro de sus dotes de sibarita y buen anfitrión. Óscar Velarde y su hija Clara brindan por los 30 años de La Gloria con interminable fiesta patronal. Tras romper fuegos con un festín a cargo de Francesca Ferreyros y Jorge Muñoz, la celebración continúa este agosto con una cata de Capitán, en octubre con la vuelta de Rafael Osterling a su cocina iniciática y, en diciembre, con Pedro Miguel Schiaffino asomando por la que también fue su casa. Aquí les abrimos el apetito con el recuento de esta historia gloriosa.
Quizá estaba terminando el colegio o empezando la universidad. Tenía 16 años y no recuerda bien cómo fue aquel día en que el restaurante abrió. “Creo que no vine”, dice Clara Velarde Roggero, el rostro que hoy acompaña a Óscar Velarde en esa esquina miraflorina que por 30 años ha ostentado un nombre evocador: La Gloria. Y aunque su vida corre en paralelo a la historia de este local, ella escucha con atención (y hasta asombro) las memorias que su padre nos empieza a relatar.
Que estaba quebrado, dice. Óscar tenía 45 años, casado con Chila Roggero, tenía cuatro hijas. De profesión ingeniero pesquero, tuvo una planta en Mollendo y lanchas de pesca en el norte y el sur, exportó langostinos y así anduvo durante 20 años, hasta que llegó el paquetazo de Fujimori y un par de años después quebró. Amiguero y sibarita, no se le ocurrió mejor cosa que abrir un restaurante, algo tipo El Cordano. Le gustaba la idea de montarlo en La Herradura, porque tenía un bote de pesca en Chorrillos; también pudo ser en Barranco, porque era asiduo del Canta Rana, pero no había local, y él estaba apurado. Encontró una esquina en Miraflores, en calle Atahualpa con Dos de Mayo, se prestó US$ 30 mil y la alquiló.
De cocina Óscar no sabía nada, confiesa. Su padre, que nació en Italia, de familia siciliana, hacía pasta los domingos. Era abogado, banquero y pintaba; Salvador, el hermano pintor, heredó su arte. Óscar se inclinó por el lado bohemio, por la alegría siciliana y ese expertise de la cocina mediterránea que de un salto llega al Perú para entregar (en este trigésimo aniversario) una carbonara con guanciale y erizo, y lo hace con tanto gusto como preparar un escabeche de raya. «Y el pomodoro de La Gloria es la receta de la mamama», defiende Clara.
Continuamos. De diseño de restaurantes, Óscar tampoco andaba muy al día: se copió el modelo de mesas del café Voltaire porque su amiga Chana lo ayudó en lo que pudo. Allí conoció a quien sería el primer cocinero de La Gloria: Gonzalo Angosto. Un hombre grande, fumaba, criaba patos y hacía foie gras; regresaba al Perú después de estudiar en Europa y andar conectado con la vanguardia en Barcelona. Perfecto para esa Lima enajenada de inicios de la década de 1990.
El 8 de octubre de 1994 abrió La Gloria. Era feriado, combate de Angamos, pero a Óscar eso no le importó. En la cocina que comandaba Angosto se prohibió hacer cebiche, tampoco se haría arroz. Hoy suena radical y hasta sacrílego, pero así eran los tiempos que corrían. La primera carta tuvo un marcado estilo catalán y europeo. Una fideuá, un milhojas de poro, su tarte tatin y la crema quemada a la catalana que es tan pedida,y la tartaleta de moras del árbol de enfrente, que así se llamaba el plato, y era literal. Lo recuerda Marco Antonio Tantachuco Mayma, huanuqueño, maitre fundador de La Gloria.
Pero a La Gloria no despegó inmediatamente, como se esperaba. Astrid & Gastón, que había abierto unos meses antes, andaba full. Pasado un tiempo, sale Angosto y entra Rafael Osterling. Había regresado de París, jovencito; Gastón Acurio lo recomendó. De esa época son las conchas a la parrilla, pero se quedó tres años y en ese tiempo también pasó por ahí Pedro Miguel Schiaffino. El restaurante se volvió la casa del jabonero, como dice Óscar: en sus mesas se sentaron presidentes, políticos, periodistas, artistas, intelectuales; su bar, con el siempre recordado José Alonso Bautista, se convirtió en punto de reunión para tomar varios piscos sours. El rosarino Luis Alberto Sacilotto ya había entrado a trabajar en salón, luego en proveeduría; entraba a la cocina de Rafael, lo miraba, quería aprender. Con el tiempo tomó la posta en cocina y allí estuvo, glorioso, hasta 2010.
Ingeniero, le dicen a Óscar Velarde. Prefiere eso a que le digan chef. Nunca lo verán con chaqueta blanca, pero sí es cierto que la cocina de La Gloria siempre ha tenido su sello o ha seguido los dictámenes de su paladar o su directriz o como quieran llamarlo. Fernando Oeschle también lideró la cocina de La Gloria y luego estuvo Alejandro Salazar, quien abrió la sede en Quito, hace como 15 años (que es el mismo tiempo que lleva abierta La Gloria del Campo, en Pachacamac). Y siempre Óscar, aquí y allá, manejando el timón del barco.
El 31 de diciembre del 2019 Óscar Velarde decidió que La Gloria del Campo no abriría ese verano. La pandemia cayó unos meses después. Y fue feliz, viviendo en la playa con Chila, alejados de todo y de todos. Cuando tuvieron opción de abrir los restaurantes, se enfocaron en Pachacamac por ser un ambiente al aire libre. Un éxito. Por La Gloria de Miraflores (que también reabrió) no se le veía. Confiesa que en algún momento pensó en cerrar la esquina de Atahualpa. Pero algo cambió ese 29 de junio, día de San Pedro y San Pablo, cuando Clara vio a su papá colapsado con tanto trabajo, entre comandas acumuladas y el ajetreo de la cocina en Pachacamac. Ese día entró a apoyar la operación del restaurante campestre. Y fue el año pasado, en 2023, que Clara dirige la mirada hacia la otra, La Gloria, que algo abandonada la tenían, valgan verdades.
Se venían los 30 años y había que retomar el rumbo del barco. La luz del salón se mejoró y una teatina nueva se sumó a la que ya estaba sobre el comedor principal. El arte continúa siendo el tema central de la ambientación: en el bar siguen las ñustas del cusqueño Juan Bravo Vizcarra y en salón los grandes cuadros de Salvador Velarde, Manongo Mujica y tantos más. La carta mantiene en su portada la imagen del Pescador de Akrotiri, con sus sartas de abundante pescado y que es copia del mural que data de 1500 aC, encontrado en la isla de Santorini. A Óscar el mar siempre lo jala. Le recuerda lo bien que conoce los puertos del Perú, de norte a sur, Tumbes, Paita, Chimbote, Casma, Chorrillos, claro, y Mollendo con su comida arequipeña, que para Óscar es la mejor del Perú.
Hace unos meses que incorporó en la carta un pescado a la chorrillana que le recuerda a aquel que siempre comía en su casa. «¡Divino!, nunca comí una chorrillana como esa en la calle. La perfecta chorrillana». Se la preparaba la señora Teresa, bajo la orientación de su madre, Martha, de ascendencia chiclayana. La hacían con corvina, pero hoy usa charela, le ponen ají mirasol, cebolla blanca, tomate, vino blanco y caldo de pescado. Pruébenlo. Se sumará a sus favoritos. Una gloria.
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