
LOS CHICOS DE LA CALLE THAMES Y LA ESCUELITA DE BARRIO MUGICA
Un bebote inflable, rosadito y regordete, llama la atención en una de las calles de Palermo Viejo, en Buenos Aires. Sobre ese Niño Gordo y sus amigos va esta nota.
Un bebote inflable, rosadito y regordete, llama la atención en una de las calles de Palermo Viejo, en Buenos Aires. Sobre ese Niño Gordo y sus amigos va esta nota.
Escribe Catherine Contreras (IG @caty.contrerasr)
La vía recorre Buenos Aires desde la Plaza Italia, en Palermo, pasando por Villa Crespo hasta terminar en la avenida Warnes. Tras la pandemia, fue reconocida como una de las 10 calles más cool del mundo por Time Out, por su concentración de restaurantes y bares, además de tiendas y galerías de arte. Es ambiente de barrio lo que se respira Thames. Eso lo notaron hace tiempo los cocineros Pedro Peña (Bogotá, 1985) y Germán Sitz (La Pampa, 1990), y juntos tomaron un local en 2014: La Carnicería, una parrilla argentina conceptual que acaba de cumplir una década. Aquél fue el primer concepto gastronómico que esta dupla sembró en el Thames palermitano. Luego llegaron más.
La calle de ese Palermo Viejo donde un gigantesco muñeco inflable en forma de bebote rosadito y regordete llama la atención, lleva el nombre de José Ignacio Thames, sacerdote y político argentino que firmó en Tucumán la Declaración de Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata en 1816. Es una vía larga, que suma un total de 30 cuadras: buena parte recorre el barrio de Palermo y, al inicio, un poco de Villa Crespo. Fue el primer intendente, Torcuato de Alvear, quien la bautizó así a fines del siglo XIX. Y fueron dos cocineros, Germán Sitz y Pedro Peña, los que a lo largo de 10 años crearon un puñado de conceptos gastronómicos que orbitan en esa calle Thames palermitana cargada de árboles, gentrificada y llena de vida, que se parece tanto a nuestra limeñísima avenida La Mar.
Thames se recorre desde Plaza Italia en dirección descendente. Sobre la cuadra 23 está el primer restaurante del grupo, La Carnicería, y frente a este, José El Carnicero. Dos conceptos hermanos, pero que nacieron con 10 años de diferencia. El primero tomó el nombre de lo que era (una carnicería), buscando abrir camino en técnica de cocción al asador y en trazabilidad (su carne de pastura proviene de campos familiares ubicados en La Pampa); se propusieron “sacar a la clásica parrilla argentina de su zona de confort”, llevarla más a la tradición de provincia, con cortes menos tradicionales. El segundo, ¿cómo lo llamarían? José es buen nombre para un carnicero, y así le pusieron a este sitio donde exhiben sus carnes añejadas (bondiola y guanciale) y donde el fuego es tan protagonista como ese ojo de bife con hueso al que aplican la técnica francesa del flambadou: en un cono de hierro fundido derriten manteca de res trufada que luego rocían cual candente shot a la carne. O también su crocante milanesa con buen chorro de limón. O también ese chorizo de cerdo de El Carni, intenso en sabor y especias, que va bien comérselo en la barra (con esa crocante lechuga cubierta de parmesano, pangrattato y anchoas) como también asada en una parrilla en medio del campo que rodea la huerta Don Pacho.
Don Pacho provee de vegetales a muchos chicos de la calle Thames. Dice Germán Sitz que esas maravillas de la naturaleza se comparten con los amigos cocineros. Qué mejor. La huerta que queda en las afueras de Buenos Aires es de Alexis Quiros, un experto de sistemas que tras dedicarse 20 años a trabajar en telefonía y bancos fugó de la ciudad para vivir de la chacra donde ahora cosecha 170 variedades de tentadores tomates que él bautiza como mejor le apetece: amarillo hermoso, jechu del norte, cebra sedita. En invierno, cuando los tomates sufren las heladas, cultivan hojas raras (mostaza, bok choy, brócoli y coliflores de colores, canónigos). Tiene también otra solanácea que le encanta: el pepino melón, fruto originario de los Andes y que conoció en un viaje que hizo al Perú. También cultiva sandía, algunos ajíes de España y hortalizas varias.
Del huerto y la viña. Izquierda: Alexis Quiros muestra su cosecha en Don Pacho. Derecha: Bife, el Malbec de Sierra Lima Alfa Wines que es vino de la casa.
Y para maridar, Bife, que no es un corte de res, sino el vino de la casa desarrollado desde hace nueve años por el winemaker Pancho Morelli, de Sierra Lima Alfa Wines. Se conocen hace nueve años, y para continuar con la trazabilidad, que es parte importante de la filosofía de los chicos de Thames, Pancho les propuso hacer un vino con el cuál se sientan identificados, que siga la línea de sus restaurantes, su calidad, y así nació Bife, un Malbec del valle calchaquí, en Salta, cuya etiqueta es lo primero que llama la atención: Germán Sitz -la barba crecida, el rostro magullado y una sonrisa cachacienta-, recibiendo un puñetazo, un bife, que en lenguaje coloquial argentino es un golpe en la cara, o mejor dicho una cachetada a mano abierta, pero salió el puño (que es de Pedro, su socio, todo queda en familia).
Continuando la calle Thames, tres cuadras más abajo de José El Carnicero y pasando la esquina del bar Tres Monos (al que luego volveremos), está Paquito, el bar de tapas, un bodegón español, súper temático y con una cava de vinos debajo de la entrada en la esquina con Soler. Sitz y Peña lo abrieron justo después de pandemia, en 2021. Seguimos bajando en sentido a Villa Crespo. Niño Gordo está 150 metros más allá, y a dos minutos caminando, están los tacos y churros de Juan Pedro Caballero. De ahí, a tiro de piedra, en la otra manzana, está Chori, chorizos artesanales para comer al paso o recoger y llevar a casa.
Vecino del barrio es Facundo Kelemen. Su restaurante Mengano (palabra que proviene de la jerga lunfarda, como fulano o zutano en español) está a solo 400 metros del Chori, en Cabrera, una calle que cruza Thames. El chef y ex abogado montó en 2018 su espacio, al mejor estilo de un antiguo bodegón porteño: casona antigua, paredes con fotos que son memoria, afiches y recortes de periódicos. Un sitio muy familiar. Sirve morillas que asa a la parrilla y están rellenas de polenta blanca, parmesano y foie; unas empanaditas rellenas de jugoso guiso de carne picante (advierten: de un solo bocado); sus ñoquis cacio e pepe rellenos de dulce camote; un arroz crocante con langostinos, calamar y otros mariscos con polvo de ajíes, y ese sándwich de milanesa de wagyu con una carne crocante por fuera y jugosísima por dentro.
En 2017 Germán Sitz y Pedro Peña abrieron Niño Gordo. Curioso nombre para un restaurante extravagante, muy kitsch, que tiene mucho de asiático y manga, de parrilla y fuego, de tierra y mar. Mucha energía desbordante, también. Lámparas japonesas abarrotan la terraza y el techo del salón principal, pintando todo el ambiente de rojo. Al fondo, un gran pulpo está instalado sobre las cabezas de los comensales. Y más al fondo aún, la barra que mira a la parrilla, un espacio lúdico (está repleta de figuras de anime, videojuegos y artes marciales) donde el rush de cocina se vive en persona. Pedro Peña está ahí, preparando un perfecto tataki de bife de chorizo con absoluta concentración, casi ajeno el ritmo frenético de un equipo que, entre fuegos y cuchillos, en cuestión de minutos marcha decenas de los platos más pedidos.
Empezando por el katsu sando: sánguche rectangular de medidas perfectas, donde el jugoso bife untado de tonkatsu y mayonesa japonesa está atrapado entre dos lonjas simétricas de brioche. Hay precisión en ese corte. Salen por cientos en una noche. También los dumplings negros (por el carbón de coco que se incorpora a la masa) de camarón y langostinos sobre salsa de queso cheddar y yogurt, con punto picante de kimchi. Y esos baos con panceta y extra mayo de gochujang, picante y tan roja como todo lo que rodea a Niño Gordo.
Del mar también llega pesca del día: un buen filete asoma en un curry verde cubierto con manzana y hojas de miso. Dice Germán Sitz que Argentina empezó a admirar el mar y la pesca hace apenas 10 años. “El pescado que había era de muy mala calidad, pero ahora salen muy buenas cantidades, porque es un mar frío que tiene cardúmenes grandes. Tenemos chernia, mero, corvina, besugo, pez limón, liza, anchoa… Nos faltan los atunes. Pero tenemos merluza negra del sur, que siempre hubo pero se iba para afuera. Igual que los langostinos”. ¿Y a razón de qué empezaron a consumir pescado? “El que hizo un gran laburo con lo de la pesca fue Anthony (Vásquez), en La Mar [el restaurante abrió en 2015]. Empezó a hacer un gran trabajo en la pesca: propiciar que los pescadores lleguen al chef para mostrarle que el producto era distinto, que había una diferencia entre lo que se congela a bordo y lo que llegaba todo golpeado. Y que eso [la trazabilidad] podía darle un valor distinto al producto, y que los cocineros se lo iban a reconocer”.
En Niño Gordo se trabaja pesca del día y valvas, y en la taquería también. Sitz reconoce que los restaurantes de estilo japonés también aportan en el consumo de pesca, y que conceptos como Ultramarinos (reciente apertura de Maximiliano Rossi en el Barrio Chino de Belgrano) están trabajando el pescado muy bien. Pero no solo lo gastronómico se trabaja bien y avanza, desde la palermitana calle Thames. Compartir conocimientos y formar nuevas generaciones con sueños de superación, también cuenta.
El barrio Padre Carlos Mugica va camino de cumplir 100 años. Nació como Villa 31, un asentamiento marginal que poco a poco fue creciendo con la llegada de polacos, italianos, bolivianos y otros migrantes que se instalaron en los terrenos baldíos que hoy colindan con las vías del tren y el terminal de omnibuses de Retiro, ocupando incluso los bajos de la autopista Illia. A una de sus precarias casas llegó a vivir Teófilo Tapia, en 1963, el mismo año en que el sacerdote Carlos Mugica fue nombrado capellán de una exclusiva escuela privada que tenía un anexo en las entonces llamadas “villas miseria”. Comprometido con los derechos de los más pobres y excluidos de la sociedad, Mugica trabajó para lograr mejores condiciones de vida y promover la organización barrial, mientras ocurrían desalojos forzados dirigidos por los gobiernos de facto, siendo asesinado en 1974. Salía de celebrar una misa.
Los setenta fueron años de terror y de lucha. Desalojos, deportaciones, cierre de escuelas y desaparecidos. Pero los sueños de Mugica, de transformar su barrio, se cumplieron con el paso de las décadas, y don Teófilo Tapia fue uno de los que lo hicieron posible. Una de las obras que apoyó fue el comedor comunitario Padre Mugica, que a diario da alimento a 1200 personas, pero la verdad es que hace mucho más que eso.
El comedor de Tapia (que así lo conocen en el barrio) también es parte de un centro de enseñanza. Todo empezó hace un par de años, cuando se detectó que en la zona había una potencial humano y una demanda importante para estudiar oficios gastronómicos, así que desde el Centro de Desarrollo Emprendedor y Laboral (CeDEL) del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires se promovió en Barrio Mugica un proyecto de escuela. Empezaron con clases de coctelería junto con Sebastián Atienza, del bar Tres Monos (abierto en 2019 por él y Charly Aguinsky, más tarde se uniría Gustavo Vocke): las clases teóricas se impartían en el local del CeDEL (en cuya fachada, por cierto, se luce un gran mural pintado por los artistas peruanos Carla Magán y Daniel Manrique) y las prácticas en el bar de la calle Thames.
Pero la demanda por más cursos creció, y así se coordinó con el comedor de Tapia para impartir allí otras clases. Cuando un local adyacente al comedor comunitario estuvo disponible, las clases de coctelería se mudaron allí. Sebastián convocó a Germán Sitz y así fue como Tres Monos y un Niño Gordo formaron La Escuelita, creando un polo educativo en el barrio.
En el primer piso, Niño Gordo acondicionó todo para dar las clases de cocina, y en el segundo Tres Monos hizo lo propio para dictar todo lo relacionado al mundo líquido. Los profesores son integrantes del equipo del bar y restaurantes de la calle, pero también se han sumado con clases maestras cocineros como Mariano Ramón del restaurante Gran Dabbang o Pedro Bargero de Costa7070. Después de estudiar, chicos y chicas tienen la oportunidad de hacer pasantías en los restaurantes del grupo Thames (Sitz y Peña ya suman siete) o en locales amigos. “Desde que comenzó el proyecto de La Escuelita tenemos 413 graduados y 58 personas ya están contratadas en bares, cafeterías, restaurantes, en todo lugar donde podamos”, cuenta Katerine Labrador, directora de La Escuelita. Nos dice también que por los cursos básicos de cocina, panadería, pastelería, coctelería, barismo y vinos ya han pasado 480 estudiantes. Uno de ellos es Jhoel Villa, peruano, ayudante de cocina en La Carnicería.
Tiene 21 años y llegó a Argentina siendo apenas un niño, tenía 7 cuando su padre empezó a trabajar en ese país. Estudió electrónica durante la secundaria pero la cocina lo jaló desde que tenía 14, «aprendí de mi madre a hacer recetas peruanas», nos cuenta. Al concluir el colegio no tenía muy claro a qué dedicarse, y como ya sabía cocinar, en mayo del 2024 se matriculó en La Escuelita de Barrio Mugica. «Terminando el curso me dieron la oportunidad de hacer una pasantía en La Carnicería, donde después me dieron el trabajo». Hace cuatro meses que labora en el restaurante decano de la dupla Peña-Sitz, como encargado de la producción del local y también de sacar el servicio. «En La Escuelita aprendí cosas que no sabía que se hacían, cosas nuevas. Yo creí que cocinar era simple pero es todo lo contrario, lleva práctica, saber tipos de cortes y de cocciones de las cuales no sabía nada. Me pareció una de las mejores oportunidades», termina. Quiere seguir aprendiendo, y así como él, muchos más.
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