AVISTAMIENTO: SABIDURÍA ANCESTRAL QUE INSPIRA EL MUNDO LÍQUIDO
En La Sala de Laura, la sommelier Laura Hernández Espinosa y su equipo han encapsulado la esencia de los territorios colombianos en destilados propios que son la base de su coctelería.
En La Sala de Laura, la sommelier Laura Hernández Espinosa y su equipo han encapsulado la esencia de los territorios colombianos en destilados propios que son la base de su coctelería.
Escribe Catherine Contreras (IG @catscr1969) / Fotos Grupo Leo
Laura Hernández Espinosa vuelca toda la información que las comunidades afro e indígenas de Colombia han compartido con ella y su madre, la chef Leo Espinosa, en una cautivante experiencia de coctelería que recorre territorios y se fundamenta en profundas manifestaciones culturales. Así, La Sala de Laura, en Bogotá, levanta vuelo.
Su casa gastronómica es páramo, es desierto y es valle interandino. Es también hogar del cóndor, del cardenal guajiro, del azulón amazónico y de la tangara de montaña. Ocupan este nuevo espacio desde mediados de 2021 y allí todo es arte, diseño, biodiversidad, rescate, investigación y experimentación; también mujeres fuertes, con decisión y empuje. Están ahí Leo Espinosa comandando una experiencia de territorio desde su restaurante Leo, y Laura Hernández Espinosa volando alto para unir herencia, sabiduría indígena, tradición y ecosistemas en La Sala de Laura: más que un bar, un espacio creativo cargado de información y de historias que se beben a sorbos, lentamente.
Dice Laura -para más detalles: cartagenera, 38 años, internacionalista especializada en responsabilidad social, con un máster en Estudios Interdisciplinarios sobre Desarrollo y estudios de sommelier- que su Sala es nueva como concepto, pero que se vino forjando hace poco más de 15 años (2008), cuando el restaurante Leo ya corría sus primeros años. Su madre creó en ese entonces la Fundación Leo con el objetivo de «identificar, reivindicar y potenciar las tradiciones gastronómicas de las comunidades colombianas, a partir de su patrimonio biológico, cultural e inmaterial».
La búsqueda de Laura apuntó a trasladar la biodiversidad colombiana de cada ecosistema al universo líquido: «Con FunLeo hemos tenido mucha inmersión en los territorios, mucho contacto con las comunidades. Como sommelier empecé a abrir a un mundo de vidas que no sabía que existía y me fui volviendo una especie de curadora del arte líquido». Así, en su relación con estos grupos, Laura conoció vinos de frutas o fermentados de garaje, y destilaciones que desde tiempos ancestrales están ligadas a lo mágico religioso en un país multicultural (recordemos esta data: según el censo de 2018 -que estimó una población total de 48 258 494 personas-, un 9.68% de colombianos se autoreconoce integrante de la comunidad negra, afrocolombiana, raizal y palenquera, mientras que un 3.95% son indígenas).
Aquella experiencia la animó a preparar sus propios destilados, una oportunidad que surgió tras asistir a una clase de ingeniería química donde evaluaban destilados diversos. «Inmediatamente se me prendió la chispa», dice. Y así empezó el proyecto de la biodiversidad líquida, que arrancó como un semillero de investigación en la misma universidad. Hoy Laura Hernández Espinosa ya tiene una planta de I+D donde se producen 200 litros de destilado al mes para servicio exclusivo del restaurante Leo y La Sala de Laura. El resultado es lo que ella llama su «paleta de colores»: seis destilados propios y dos licores de elaboración ancestral, que son la base de su coctelería en una carta de reciente lanzamiento que bautizó como Avistamiento. Pero vamos por partes.
Los procesos que Laura y su equipo han creado parten de un alcohol de caña neutro al que se agregan botánicos seleccionados de diferentes ecosistemas; se procede luego a la fermentación o maceración y la destilación por arrastre para lograr un aguardiente con las notas organolépticas deseadas. Como si se tratase de un gin, la idea es que la graduación alcohólica de estos destilados no supere los 35° porque Laura busca que sean por sí mismas bebidas gastronómicas agradables para el paladar. «Hemos encapsulado la esencia de los territorios», anuncia la sommelier, y eso mismo es lo que uno percibe en boca al probar los seis destilados base. El primero de ellos se llama Páramo, y representa ese ecosistema de montañas que ocupa gran parte de Colombia, sobre los 3000 msnm, donde abundan los frailejones (Espeletia). Estas plantas de tronco alto y grueso cuyas hojas se abren al sol como formando una roseta son capaces de captar agua del ambiente para regular la humedad a su alrededor y permitir la formación de lagunas. Para Laura -que lleva un frailejón tatuado en su mano- el páramo es bruma, lluvia, frío, olor a tierra mojada. Y para lograr esa sensación en boca maceró hojas y tallos de laurel y romero (endémicas de esta zona) para luego destilar y obtener una bebida herbal que (cerramos los ojos) sabe a humedad.
Su segundo destilado se llama Montaña. «Para mí la montaña es femenina porque es la mujer que la que está en el campo. Pero también es fruta y es flor. Y por eso elegí una passiflora muy colombiana que se llama gulupa». Laura hace un vino de este fruto parecido al maracuyá (pero más dulce), que fermenta de 21 a 30 días antes de destilarlo en alambique, dos veces, para hacerlo más ligero. El tercero es Valle Interandino y es un destilado de prontoalivio, hermoso nombre para la Lippia alba (en la Amazonía peruana se conoce como pampa orégano), una planta cuyas hojas se preparan en infusión y tiene efectos antiinflamatorios y analgésicos.
Es interesante la manera cómo Laura Hernández eleva su propuesta líquida al nivel de una vitrina de información, rescate y refuerzo de identidad al conectar saberes ancestrales y prácticas de destilación arraigadas en la tradición con esos destilados a los que añade un toque de innovación para presentarla al consumidor final. Sucede con los tres destilados mencionados y los cuatro siguientes. Piedemonte, que nos acerca a los llanos orientales donde grupos indígenas mantienen costumbres rituales, de sanación, alimentación, medicinales y hasta decisiones políticas en torno a la hoja de coca. «En un país tan estigmatizado por la hoja de coca, no puedo dejarla fuera a la hora de encapsular territorios», dice Laura. Pero ella usa la hoja sagrada desde su real valor. Cuenta que los indígenas colombianos preparan el mambe, una harina hecha con hojas de coca tostadas y pulverizadas que se mezcla con cenizas de hojas de yarumo (Cecropia peltata); este polvillo se introduce en la boca (como chacchar coca, en los Andes) y mientras manbean conversan en busca de claridad de pensamiento para decidir sobre temas importantes para sus comunidades. Por ello este destilado tiene como base 70% de hojas de coca y 30% de nibs de cacao amazónico de Arauca.
Desierto, su otro destilado, lleva un proceso más complejo porque la disponibilidad del insumo (que usan en grandes cantidades) depende de la lluvia: está hecho a base de pulpa de tuna (nopal o higo chumbo, en Colombia) cuyo mosto se fermenta por 21 a 30 días, para luego pasar una doble destilación en alambique de cobre. Notas a tierra transportan a un ecosistema seco. Una miel procedente de un proyecto de reforestación en bosques nativos de Sotaquirá, en Boyacá, es el sexto destilado de la paleta de colores que sirve de base para laexperiencia Avistamiento de La Sala de Laura. El sabor característico del destilado Bosque de Niebla tiene notas florales y representa mucho el ecosistema que rodea Bogotá.
Laura Hernández presenta los últimos destilados con marcado respeto. Son dos y no son hechos por ellos. Uno es el famoso viche y el otro es la contra, ambos destilados de caña silvestre pero que se diferencian según el territorio o la comunidad que los produce, pero también por la ritualidad que hay en torno a cada bebida. El viche está hecho por mujeres afrodescendientes del Pacífico colombiano, y el que sirven en La Sala de Laura -que asocian con la selva húmeda tropical, por sus notas salinas, cítricas, miel y un notorio ahumado- es el que hace la familia Arroyo en la localidad de Cajambre (Valle del Cauca). «El viche es todo un universo. Los afros, desde que nacen hasta que mueren, toman viche. [Su consumo] Me imagino que es un poco como esta ritualidad y espiritualidad de la chicha en Perú», dice Laura, porque esta bebida también se consume para conectar y curar, para el parto y hasta como afrodisíaco, según las hierbas, semillas o frutos que le añadan.
La contra, en la propuesta de La Sala de Laura, encapsula el bosque seco tropical. Esta bebida la producen los indígenas Zenús del resguardo de San Antonio de Palmito, en Sucre (Caribe colombiano), y está hecha sobre la base de ñeque, otro destilado de caña que es de los tantos que han permanecido ocultos y sin derecho a su comercialización a causa del monopolio rentístico que desde el siglo XIX se aplica a las bebidas alcohólicas para derivar arbitrios a los sectores salud y educación en Colombia. Aun así, el ñeque sobrevive cargado de tradición y macerando en su espíritu semillas y hierbas que son parte de recetas que son su legado. «Me lo mandan en una botella de ron y le ponen adentro un rezo [especie de atadito]. ¿Qué tiene ahí? Yo nunca lo he abierto porque soy muy respetuosa de su sabiduría ancestral. No la quiero profanar», nos dice.
Tras revelar su paleta de destilados base, Laura Hernández Espinosa nos presenta Avistamiento. «Somos el primer país en recibir turismo de Birdwatching porque Colombia tiene el 20% de las especies de aves del mundo. Entonces, ¿por qué no enamorarse de las aves y del servicio ecosistémico que prestan en el lugar que habitan?». Por ello Laura y su equipo crearon esta experiencia que es un vuelo por todo el país, tanto en cócteles como en bocados. Y lo hacen en nueve pasos, cuya presentación se anticipa con un posavasos del ave protagonista. Las imágenes son hermosas e invitan a la contemplación; han sido pintadas por Leo Espinosa, quien luego de varias décadas volvió a empuñar los pinceles (ella estudió Bellas Artes) para ejecutar esta serie de fotos intervenidas: sobre la imagen de cada territorio Leo pinta su ave más representativa, como una invitación a conectar ese espíritu con nuestro ser alado.
El primero en ser avistado es el cóndor, el ave más grande e imponente, para acompañar en copa un cóctel a base de piedemonte añejado, amontillado macerado en setas de cardo, Bulleit Rye Whisky, polvo de cubios (mashua) y aceitunas negras. Volamos luego a ver al barbudito de Páramo, a cuyo destilado de laurel y romero se suman granadilla, toronja y clitoria. No tarda en llegar la tangara de vientre escarlata, que habita las zonas donde el prontoalivio sana cualquier mal, y en copa su destilado representativo se sirve con toques de uva y pino. La experiencia líquida nos lleva luego a la montaña, donde habita el tucán y las sensaciones del territorio están encapsuladas en destilado de gulupa mixeado con Tanqueray 10, cordial de macambo, macadamia y ajonjolí, Lillet Blanc y mamón. Saltamos luego al desierto, y mientras apreciamos al cardenal guajiro, de curiosa cresta alargada y rojiza, brindamos con el destilado de tuna y cordial de berenjena tatemada que llega, además, con la silueta del ave posada sobre el hielo. Hay que comerlo: es una goma de remolacha.
Un azulón amazónico nos ha llamado la atención. Es macho y tiene el pico gordo y pequeño. Su canto es un chillido agudo. Nos enteramos de todo esto gracias a los códigos QR que están impresos en cada posavasos pintado. Seguimos esta instructiva lectura mientras tomamos un cóctel a base de fermentado de hoja de coca, destilado de mango de Cruce de las Rocas, mucílago y manteca de cacao, y probamos un bocado de palmitos, tahine, hormigas de la selva húmeda y lechugas asadas. El viche añejado de doña Sofi Arroyo, macerado con duraznos de Duitama y haba tonka amazónica, soda de campanilla y orégano con jelly de durazno atraen a la mesa a la candelita, un ave chiquita de pecho anaranjado, pero también puede ser amarillo. Y la contra con ñeque, ron Agrícola macerado en semillas de orejero, se sirve con la pava congona “altruista y vigía, protectora de lo suyo”, nos dicen.
La experiencia llega a su fin, pero un cóctel con mezcal, jerez fino y kéfir de tomate carbonatado servido con una flor, nos anima a seguir la fiesta. Y quién mejor que la sociable guacamaya para acompañarnos. Porque La Sala de Laura invita a quedarse, a disfrutar la música, la calidez del lugar y el picoteo de cada bocado que nos conduce por nuevos territorios y sabores de productos, pero también de gente que trabaja para preservar aquello que reconocen como suyo, su esencia, su alma.
La Sala de Laura está ubicada en la calle 65 Bis #4-23, segundo piso, Bogotá, Colombia. Se recomienda reservar en la web
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Leer másDiego Muñoz es un activista de la pesca consciente, la gastronomía responsable y tiene ojo para descubrir las oportunidades y el potencial de cada cosa que se cruza en su camino. Extiende sus velas y navega al ritmo de sus decisiones. Navegante es su más reciente creación.
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