EL RECUERDO Y UN HOMENAJE: ESA ESQUINITA DEL SABOR Y UNA REALIDAD NOSTÁLGICA
Un recorrido por los mercados, una parada en la esquina de toda la vida, un lugar que desaparece, Heine Herold recuerda un pasado no tan lejano.
Un recorrido por los mercados, una parada en la esquina de toda la vida, un lugar que desaparece, Heine Herold recuerda un pasado no tan lejano.
Escribe Heine Herold
Los cocineros amamos los mercados, el contacto con el casero, el respeto mutuo traducido en una granadilla de regalo, la multitud buscando la solución al menú familiar del día, los aromas, el bullicio. Amamos los mercados tanto como el servicio del restaurante.
Mis mercados recurrentes durante los últimos años han sido, ademas del los grandes centros de abastos como Santa Anita y la Parada, el mercado de Balconcillo, más conocido como mercado de Palermo en La Victoria y el mercado Lobatón, en el distrito de Lince. Este último es el que más he visitado ultimamente y era todo un ritual establecido que empezaba alrededor de las ocho de la mañana, cuando se abrían las puertas.
Al ingresar buscaba los pescados de Danny; luego las verduras del buen José, quien me contaba de sus padecimientos médicos; las hierbas y vegetales bebés donde Ovidio; las carnes con Miguel y así seguía, encargaba todo el pedido y salía a tomar un contundente desayuno, que muchas veces era mi momento predilecto del día y siempre era en el mismo lugar, en el cruce de Merino con Tomás Guido, la Esquinita del Sabor. Ni bien ingresaba, me posicionaba en una mesa, si el local estaba lleno, podía preguntarle a un solitario parroquiano si existía la posibilidad de compartir la mesa, siempre encontraba un sí por respuesta. La misma simpática señora me atendía siempre y mi pedido, salvo alguna rara excepción, era el mismo: un poderoso combinado de cau cau y patita con maní, sin arroz, con un pan y un jugo de papaya sin azúcar. Tengo un problema con mi sistema nervioso y el café, a pesar que adoro su aroma.
Los guisos del día se disponían en un baño de María caliente y podíamos encontrar en él, delicias caseras como los mencionados cau cau y patita, un riquísimo locro, un guisito de trigo con queso, un pollo a la olla, un increíble olluquito o cualquier otro potaje cotidiano, hecho con manos precisas de cocinera curtida. Todo era rico, todo era lindo, la gente era feliz en la Esquinita del Sabor.
Poco después y con el alma llena de felicidad, regresaba al mercado, recogía mis compras y emprendía mi regreso, ya sea al restaurante o a mi casa. Un día de marzo, un virus indolente asoló nuestra realidad y lo demás es historia conocida, el confinamiento, la incertidumbre, como dice el título de alguna película, la suma de todos los miedos afloraron de pronto. La crisis del sector estaba instalada dispuesta a hacer el mayor daño imaginable para negocios de todo calibre, desde cadenas, restaurantes mantel blanco, cafés, chifas, puestos ambulantes y obviamente, huariques amigables como la Esquinita del Sabor.
Terminada la cuarentena irrestricta volví a Lobatón y ya no estaba mi Esquinita querida, ahora funcionaba en el mismo espacio una fría tienda de productos de pastelería al por mayor. Ya no hay mesas ni señoras encantadoras con delantal, ahora solo sacos de harina y frutos secos en bandejas. Inmediantamente la nostalgia se apoderó de mi y recordé cada detalle que formaba parte de la experiencia de entrar a un negocio tan cercano y común como el restaurancito del barrio, lo siento como un caído mas de la pandemia y mi mayor deseo es que todo vuelva, que todos volvamos, algún día. Queridas señoras de la Esquinita, gracias por todo lo que nos dieron a los tragaldabas como yo, gracias por su amabilidad inacabable y por su sazón exquisita. Que la salud las acompañe por mucho tiempo y que haya otra Esquinita que alegre los días de más personas en un futuro cercano.
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