CUANDO TENGO ALGO QUE DECIR: NO SOY FAN DEL CEBICHE
Al cebiche, más que placer gastronómico, le atribuyo entonces el poder de generar momentos de verano, de amigos, de familia y quereres. De reencuentros y recuerdos.
Al cebiche, más que placer gastronómico, le atribuyo entonces el poder de generar momentos de verano, de amigos, de familia y quereres. De reencuentros y recuerdos.
Escribe Paola Miglio (IG @paola.miglio) / Fotos Jimena Agois (IG @jimena.agois)
En tiempos en los que se celebra el cebiche peruano y se acerca el verano con furia, esta es mi historia con uno de los platos más emblemáticos y versátiles de nuestro recetario. Todo lo que provoca y lo que genera alrededor.
Si hay algo que debo confesar en esta historia es que del cebiche no soy fan. No sé si es porque crecí sin acceso a muchas cebicherías (allá por los ochenta) o porque en casa lo empezaban a cocinar a las ocho de la mañana y lo colocaban en una gran fuente de loza que tapaban con un secador de cocina. El blanco de rayas rojas y azules. Había que esperar hasta las doce, hasta que botase esa leche color marfil y suculenta (que luego llamaríamos de tigre) y la pulpa del pescado estuviese blanca. Luego, servir. El resultado era a veces una carne dura, a veces muy blanda, a veces chiclosa. No era culpa de nadie, ni del tollo que era víctima segura cada vez que había la posibilidad ni de quienes lo preparaban. Era la costumbre sobrecocerlo bien, el cebiche como el de toda la vida, con pocos ingredientes y sin Ajinomoto. En mi casa nunca se usó Ajinomoto. Con camote sancochado sin menjunjes que lo hicieran color radioactivo. Sin más secreto que un buen choclo, el limón en su punto y la cebolla casi crujiente.
Con el tiempo fue cambiando el panorama. Primero recurrí a los de chinguirito, siempre para compartir nunca para mí sola. Los de a 20 soles cuando la fortuna universitaria sonreía y se podía beber incluso una cerveza. Creo que el cortejo era el motivo real, la chela el aliciente y el chicharrón de pota la indulgencia que lo hacía más sabroso. La cebolla se dejaba de lado. Lo siento, los amoríos de juventud temprana no admitían arriesgarse.
He comido tantos cebiches y he tenido tanta sed que ya paré de contar. En un intento de acercamiento al clásico que a todos gustaba, perseguía los más ligeros, sin complicaciones, rondando, supuestamente, los correctos. Siempre peruanos, disculpen el chovinismo. El de Pedrito Solari, el de Wong, el de Sato, el de El Mercado que aún cumple feliz con mis expectativas, el de Tomás Matsufuji que me devolvió la fe, el del Canta Rana que me sonrió con la cremosidad de la palta al lado, y el de una playa del desierto de Ocucaje (en Ica, al sur de Lima), que hizo que me rinda ante una lisa recién salida del mar, casi a las siete de la noche. No pude ni decirle que no al apio del que huyo siempre sin mirar atrás. Ahí, entre el retumbar de las olas de un mar primitivo y a cientos de kilómetros de la señal de celular, bajo un faro solitario, un plato, también compartido, me devolvió el alma al cuerpo y me hizo sentir en paz.
Al cebiche, más que placer gastronómico, le atribuyo entonces el poder de generar momentos de verano, de amigos, de familia y quereres. De reencuentros y recuerdos. Es uno de los hilos conductores de mi historia y, a pesar de no ser mi favorito de la vida, es mi favorito para compartir sonrisas y celebrar el sol. No me lo puedo sacar de encima y así me nace la ternura, más no la rendición. Picante, furioso. El arranque atómico, el final para beberse directo del plato. La canchita crocante en limón y rocoto. Sumergida, casi ahogada.
He cambiado y el cebiche también. Hoy se sirve apenas cocido, delicado. He aprendido a reconocer uno bueno y a gozarlo, y acudo a lugares como La Mar donde han podido rendirle un culto que va más allá del plato mismo. Un recorrido por todo lo que le rodea, un examen de la pesca del día en mesa, en cortes limpios y precisos. Luego en fríos, en tiraditos, con mariscos (y sin langostino siempre), de erizos, conchas, pulpos. Equilibrado. Casi el producto y ya. Y esa es otra cualidad del cebiche en La Mar, te sumerge en un universo del más: de arroces suculentos, de fritos impecables, hueveras memorables, pejesapos o diablos enteros orientales. Mucho prestado, todo ya muy nuestro. El cebiche entonces no es solo el cebiche, es el mundo que se construye a su alrededor, desde el mar hasta el menú que lo acompaña, que camina al lado, que nos quita la culpa de que no sea nuestro favorito, porque te da más opciones, entiende y evoluciona, revolotea, se presenta casi desnudo y tan fresco que puedes mascar el mar no solo cuando sale el sol.
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