ALBERTO DI LAURA: “ME HACE FELIZ HACER PISCO”
Su destino estuvo marcado por una parra de uva Mollar que conoció a los ocho años y que volvió repentinamente a su memoria luego de más de 30 años a mostrarle el camino.
Su destino estuvo marcado por una parra de uva Mollar que conoció a los ocho años y que volvió repentinamente a su memoria luego de más de 30 años a mostrarle el camino.
Escribe Paola Miglio (IG @paola.miglio)
A Alberto di Laura lo llaman el Caballero del Pisco, hasta ahora no sabe porqué, anota casi sonrojado, pero piensa que es por los añales que ha dedicado a trabajar el destilado, uno que entre sabedores se aprecia mucho, Don Amadeo. También le dicen Alquimista, y ahí sonríe más, porque uno de sus libros favoritos se llama así; porque, afirma, alquimistas en Perú hay varios, pero recuerda al primero, Víctor Zapata Veliz de Lunahuaná, quien falleció hace ya dos años. Su maestro y mentor y, por coincidencias de la vida, relacionados por sacramentos: su abuela Hortencia, originaria del centro poblado de Paullo, también en Lunahuaná, fue su madrina de bautismo y matrimonio. Este intríngulis familiar no se los contamos porque sí, sino porque pareciera que todo se enlaza con un sentido providencial en la vida de Alberto di Laura, cuyo destino estuvo marcado por una parra de uva Mollar que conoció a los ocho años y que volvió repentinamente a su memoria luego de más de 30 años a mostrarle el camino.
El patio interior de la Hacienda Murga es de esos tranquilos en los que cuelgan buganvillas coloridas, de aquellos llenos de eternos veranos. Donde crecen árboles inmensos que te guardan del sol iqueño. Un patio solariego donde los días pasan lentos, que invita a la contemplación y al buen beber. Cada grieta, cada marco de ventana desvencijada, cada puerta superpuesta en las paredes tiene una historia. Y de la cocina emana siempre la calidez de un fogón que parece que no se apaga nunca. Ahí, al lado, la mesa, rectangular y de mantel sencillo, y sobre ella una botella que contiene un líquido trasparente. Sin marca. Sin sello. Alberto di Laura la ronda. Es su pisco 2018. Todavía no sabe cómo lo va a llamar. Todavía no lo ha probado nadie que cata oficialmente. Esta esperando, paciente para abrirlo después de almuerzo. El Caballero del Pisco se mantiene en silencio la mayor parte del tiempo, interviene lo justo, anota lo indicado y se preocupa porque todos tengan algo qué comer. Su mirada traslúcida y brillante anticipa una emoción, la que llega cuando bebemos el primer sorbo de un pisco cálido y delicado. Un nuevo triunfo.
Apoya su sombrero en la ventana que separa la sala del patio y se acomoda cuidadosamente en uno de los sillones. Alberto di Laura cuenta su historia con generosidad, sin guardarse sentimientos ni agradecimientos. Como aquel que le hace recordar a la periodista gastronómica María Elena Cornejo, quien lo visitó en Quilmaná, su tierra, y escuchó que sus padres bebían juntos el “pisco calatito”, es decir, puro. Don Salvador se fue hace dos años, pero la memoria de aquel escrito no lo abandona, apreció el gesto y lo guardó en su colección de queridos recuerdos. Como también ese que da inicio a su historia: cuando a los ocho años conoció la parra que desataría la pasión pisquera que hoy rige cada uno de sus actos. Que lo hace feliz.
A mediados de 1960 ya habían nacido sus ocho hermanos, casi todos en Quilmaná. Don Amadeo, su esposa Alicia Viccina y familia vivían en Lima, así los chicos podían estudiar. 1966, el regreso fue determinante. Al pequeño Alberto le llamaba mucho la atención la vida de la chacra, hoy siente que caminaba sobre su destino cuando recorría las tierras y se encontraba con la gente que había trabajado con su abuelo Salvador, el pionero. Le contaban sus historias y cómo hacía vino casero de una parra vieja que años después descubriría que era Mollar. Ese verano se fascinó con la parra y con Juan Hernández, quien trabajó con su padre y abuelo, hizo a los ocho años su primer vino en febrero.
Con una uva patrimonial que ahora regresa a ser parte de una nueva aventura. Pasaron 32 años para que vuelva a recordar, ya estaba casado e iba a nacer mi tercera hija, “voy a hacer eso, voy a sembrar uva”, me dije. Después de haber cultivado papa, algodón y maíz, productos de pan llevar que eran mi fuerte. Volví a Quilmaná y nunca más regresé a Lima.
¿Qué desata el recuerdo de ese enamoramiento infantil y lo convierte en proyecto de vida? La papa estaba a muy bajo precio, los otros cultivos no eran rentables, se habían encarecido las cosas, el dólar subía y entonces nace esta idea. No sabía nada de pisco, veía tomar a mi papá su Capitán que le fascinaba o tomar el pisco puro. Pero fue así, algo que de pronto volvió a mi mente y comencé a sembrar. Y de esa parra que sobrevive hasta ahora saqué los esquejes, las plumas para injertar. Me demoré mucho tiempo. Ahora, trabajo todo al estilo libre, no tengo la agricultura como una cosa ordenada, me gusta que las plantas crezcan libres, como son, así que sembré en arbolito, en líneas derechas, pero no me gusta particularmente que estén amarrados, aunque a veces sí es necesario porque el contacto con la tierra puede malograr mucho la uva. Lo hice así porque mi abuelo decía que en la zona de repartición, donde estoy, el suelo es muy pedregoso y hay poca tierra, la piedra es como un sostén para la uva que cae y no se malogra. Son terrenos secos, pedregosos, donde el agua se filtra muy rápido, súper permeables.
Además de Mollar, arrancó con Italia. ¿De dónde vinieron esas uvas? De unos italianos, de Bruno Cuneo, que tenían tierras muy cerca de mi chacra. Eran muy antiguas, por lo menos tendrían 30 años, ya cuando les hicieron los estudios certificados en Mendoza a la Mollar y a la Italia, resultó que esta última es la verdadera Moscatel de Alejandría. Son las que hemos traído también a Murga.
¿Como ha visto evolucionar el tema del pisco, el aprecio por el destilado? Siempre ha sido cambiante, en la vida es todo es cíclico. Hay épocas en que, quienes tienen pasión, van a seguir a pesar de todo. Es mi caso, por ejemplo. Si te cuento todo lo que me ha sucedido, es como para no volver a hacer pisco ni a sembrar uva.
Hubo algún momento en que dijo hasta acá no más. Perdí todo en el terremoto de 2007. Pisco, los alambiques. Y no sabía qué hacer. Un año antes me estafaron con un alambique. Quería pasar de uno de 100 a 200 litros, no era muy grande. Pero me acordé mucho de esta parte de la Biblia que habla de Job, tantos golpes que tuvo este personaje, pero el siempre tenía fe y eso es lo que me animó a seguir adelante, pase lo que pase. No toqué puertas, pero recibí mucha ayuda de personas que apreciaban lo que hacía, como la familia Almendariz. Gente valiosa, que admiro, que no me basta una vida para agradecer.
“No soy un súper productor. Soy muy pequeño. Esa es la parte bonita, que hay gente que siempre cree en ti, pero lo más importante es que uno crea en sí mismo”.
¿Alguno de sus hijos ha decidido seguir la tradición? Nunca he querido obligarlos, no pensé en eso. Que hagan lo que les nazca. Si ellos quieren, sí, creo que poco a poco se están lanzando. Hay cosas que haces porque te hacen feliz. Me hace feliz hacer pisco, estoy en mi hábitat, ahora que ya soy abuelo, no me canso. Por eso tengo pasión.
La felicidad de producir cosas únicas. Se siente satisfacción y es parte de ese componente, esa espera para tener estos momentos únicos. La satisfacción más grande es crear cosas que a la gente le gustan, pero también está la responsabilidad de ofrecer siempre lo mejor. No todo siempre sale perfecto, si me resulta algo mal, se acabó, abro el caño y se va todo. Hay que entender que no todos los años en agricultura son iguales y si perdiste, perdiste.
Estamos atravesando una época singular y dura con la pandemia, lo que se ha reflejado en un bajo consumo de pisco. ¿Cómo darle la vuelta al tema? El pisco ha crecido exponencialmente con marcas, pero a la vez no hay trazabilidad. Todo empieza en el campo, tenemos que seleccionar uvas, conocer cómo las tratamos o las conducimos, saber qué cantidad de producción necesitamos para sacar grandes piscos. No solo es ir, comprar uva a quien no sabes si aplicó o no productos tóxicos. Esta trazabilidad debe existir. Crecer solo en marcas no sé a dónde nos conduce, eso es lo que me preocupa; porque entonces un año te puede salir un piscazo, pero si no sabes cómo se trata el insumo al año siguiente salió malo. También es importante la forma de hacerlo, acá en Murga, por ejemplo, trabajamos con uvas seleccionadas.
¿Cómo engancha con Bodega Murga? Lo llaman por pisco y termina haciendo vino también. Nunca había trabajado para otra empresa, siempre lo hice en mi chacra, no he salido de ahí. Fue todo un reto porque estaba llevando mi propia forma de ver la uva. Al principio creían mucho en las grandes producciones, y les decía las plantas tienen que dar lo necesario y sino se estresan y en algún momento viene un bajón y no dan más. Hasta que nos comprendimos. Se entendió el mensaje y comenzamos a trabajar sin insecticidas ni herbicidas ni nada. Y lo que me enganchó fue eso, primero en Don Amadeo, luego con los vinos. Hacía 20 litros para mí y de pronto me encontré haciendo 1500 litros, que felizmente salieron bien en la primera cosecha y en la segunda, en 2019, cuando llegó Pietra (Possamai, enóloga de Bodega Murga). Ya con la destilación yo tenía mucho: venía a Murga en la mañana, destilaba, y luego me regresaba a Quilmaná a destilar toda la noche, y regresaba volvía. Pietra empezó a hacer los vinos y aprendí muchísimo.
“Si te interesa el pisco lo vas a conocer y valorar. En Perú no se consume y es la bebida bandera. Primero hay que conocerlo, porque es parte de nuestra historia. Te guste o no, conocerlo, simplemente. Tienes que saber qué es y quién lo hace. En la vida hay que ser agradecido con todo y la gran desconocida es la persona que siembra”.
Y a los 62 año se animó a estudiar enología. Le dije un domingo a mi señora, Vera, en un almuerzo familiar con todos los chicos que quería estudiar enología y se mató de la risa. Mi hijo mayor, Christian, me ayudó a buscar una universidad y me inscribí en La Escuela Española de Cata en un curso de seis meses. No sabía nada de computación. Nada. Para mi dar un examen en la computadora era chino. Y todo lo tenía que estudiar ahí, así que como no tengo electricidad en Quilmaná, solo un grupo electrógeno, me iba todos los días a la cabina. Tenía tantas ganas de aprender que estaba ahí dándole. En el primer examen me jalaron, así que les pregunté a mis hijos sobre metodologías de estudio porque nada se me grababa y mi hija menor, Diana, me ayudó. Empecé a resaltar todo lo interesante y fue la clave, me gasté una tremenda cantidad de plumones y me sacaba buenas notas. En diciembre me gradué. Hice 18 preguntas de 20 en mi examen, y en pandemia me llegó mi diploma de Técnico en Enología y comencé a hacer mis vinos en febrero de 2020. Estoy haciendo mis vinos ahora.
Un nuevo vuelco en la historia. Estoy en fase de experimentación, conociendo más las uvas patrimoniales y criollas, probando cosas, y el que me ha resultado muy bien es un blend de negra Criolla, Mollar y Quebranta. Quedé sorprendido con el puntaje que tuvo en el reciente Concurso Nacional del Vino Peruano. Los otros también han tenido buenas puntuaciones. Son vinos naturales, pero tengo que usar un poco de sulfito porque no tengo frío, en Murga hay temperatura controlada, en Quilmaná hace un calor espantoso. Es muy complicado hacer vino, es un ser vivo que está en constante evolución. En botella comienza a redondearse en muchos aspectos. Estoy aprendiendo, pero para soltar la marca, hay que experimentar más.
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