MARTHA PALACIOS: LA MANO DE PANCHITA
Martha Palacios, chef de Panchita, acaba de hacerse del Premio Luces 2018 otorgado por El Comercio, a Mejor Chef del país. Acá una entrevista en la que nos cuenta su historia.
Martha Palacios, chef de Panchita, acaba de hacerse del Premio Luces 2018 otorgado por El Comercio, a Mejor Chef del país. Acá una entrevista en la que nos cuenta su historia.
Escribe Paola Miglio (Twitter @paolamiglio) / Foto abridora Manuel Godos
A los 10 años Martha Palacios, hoy la chef de Panchita, elegida como mejor chef por el Premio Luces 2018, ya estaba metida en la cocina. Su papá, don José Palacios, cusqueño, dejó un trabajo en Centromín que había mantenido por años y se vino a radicar a la capital con su familia. A Las Flores. Es entonces que don José, a quien siempre le había gustado comer bien y cocinar, pone un menú en el Jirón Junín, en el centro de Lima. “Se llamaba El Túnel –recuerda Martha con cariño–, porque mi tío vendía artefactos afuera y le alquiló el local de atrás a mi papá. Tenías que pasar por un pasaje oscuro para llegar”.
¿Llega algún momento en que le pides que te enseñe a cocinar? Claro, era pequeña, le dije que quería ser como Percy y como Dina, los cocineros. Me acuerdo mucho de ellos, hacían conejo. Después tuvo otro cocinero, ahí vi por primera vez que le echaba naranja al tiradito. Luego empecé a aprender y descubrí que le ponía pisco. Hasta ahora no he probado comidas como las que ellos hacían. Ahí empezó mi mundo, iba al mercado con la lista y traía todos los insumos en una carreta. Una vez se fue el agua y mi papá había salido, no tenían cómo cocinar y pensé “Y ahora, ¿el menú?” Me fui a la pileta de la Catedral para sacar agua porque el menú tenía que estar a las 11 (risas). Imagínate, cocinar con agua de la pileta. Pero quería ayudar, no había forma de que el restaurante pare, ese era nuestro sustento.
¿Tú eres la mayor de la familia? La segunda. Somos seis hermanos. Tengo un hermano hombre y cocina, pero no se metería a un restaurante.
Creces entonces en esta locura de hacer un menú diario. Solo lo hacíamos en la mañana y para la noche por pedido. Teníamos jaleas, chupes, se ganaba muy bien. En esa época habían buenos menús. Claro, mi papá siempre me dijo: “si tú vas a dar comida a la gente tienes que dar lo mejor, no puedes engañarla, así sea un menú, tienes que ser bueno”. Usaba siempre lomo fino, me acuerdo. Yo le reclamaba porque era caro, él no cedía.
LA PARTIDA
A los 15 años Martha se fue a vivir a Japón. Hubo que partir, eran tiempo difíciles. Su hermana mayor y una prima vivían allá y tenía donde llegar. Trabajaban en una empresa de paneles para construcción. Su objetivo era juntar dinero para luego estudiar. Su padre quería que fuese abogada o doctora, que vaya a la universidad como su mamá, doña Norma Romero; pero Martha solo quería cocinar. Le dieron permiso y siendo apenas una adolescente, partió.
¿Acababas de terminar el colegio? Me fui la primera semana de diciembre de 1996, no fui a la fiesta de promoción ni nada… me quedé nueve años allá. Me encantó, me gustó la cultura, pese a que no me dejaban cocinar, porque la mujer no podía cocinar en Japón (es decir, en su casa sí, pero en los restaurantes estaban de cajeras o meseras). Tampoco había una escuela de cocina, así que me metía a una fábrica de eventos, me iba al terminal pesquero… buscaba siempre actividades relacionadas con la cocina, aunque al final terminé de encargada de una fábrica de losetas.
¿Tuviste acercamiento con la comida japonesa? Comía mucho, veía cómo cocinaban, cómo fluía la atención. Me iba a un restaurante horas de horas, me gustaban los que quedaban en pueblitos, donde la gente es más amable y te conversa y todo eso.
Hablas japonés perfecto. Mmm… maso, maso, si hablo pero nunca llegué a aprender la escritura, eso sí es muy difícil. Fui muy poco a restaurantes peruanos porque no le encontraba sentido; además cocinaba en casa. Empecé a vender productos peruanos, huacatay y otras cosas y contaba cómo podían usarlos. Allá preparé lengua por primera vez y me salió dura porque no la pelé.
¿Tenías algún restaurante preferido? Claro, no tenía nombre, era el restaurante del pueblo y había una pareja que vendía chicharrón de pollo. Pregunté cómo lo hacían: le echaban limón al pollo antes de freírlo para que salga crocante, y es así como preparan el cuy aquí: le echan limón para que salga chactado y crocante. Esas pequeñas cosas eran las que me gustaban.
¿Cuándo decides volver? Tenía 24 años. Volví y comencé a disfrutar de mi juventud, hasta que mi primo me sienta y me dice “oye ya, ¿qué vas a hacer? No toda la vida vas a tener plata, se te van acabar los ahorros”. Entonces me puse a estudiar administración, pero me gustaba mucho la cocina así que terminé en la San Ignacio. Ahí, en La Rotonda, alquilé un local y puse una cafetería con mi primo. Estudiaba y en mi descanso me iba a ver la cafetería. Siempre me incliné por el negocio, la cocina, me gustaba hacer feliz a la gente.
PANCHITA
Cuando Martha acabó la carrera tenía que comenzar prácticas y su profesor de ese entonces era el panadero Renato Peralta. Primero fue su asistente, luego pasó a El Escondite del Gordo y al Hotel Sonesta. Ya había hecho como dos años de prácticas y tenía que trabajar. En todas estas idas y venidas, su papá, con quien era uña y mugre, falleció. Él se había ido a trabajar a Disney (Estados Unidos) mientras Martha vivía en Japón. Con el tiempo, intervino la mano del destino y Renato Peralta le contó que estaban abriendo un restaurante de Gastón Acurio en La Mar. Se presentó y la contrataron. “Hacía la comida del personal, terminaba y luego a frituras. Ahí empezó toda mi vida profesional. En ese momento el chef era Diego Oka. Era un buen grupo el de La Mar. A veces cuesta poder entrar como mujer. Es más duro”.
¿Por qué sientes que es más duro? En general piensan que no podemos cargar una olla o, no sé, un costal. Pero sí lo hacemos. En La Mar encontré grandes compañeros, grandes maestros, sabían un montón.
¿Cómo llegas a Panchita? Como ayudante y a los cinco meses me ofrecen ser jefa. Aquí mi trabajo ha evolucionado para bien, aprendí muchas cosas. Ahora la gente tiene otra perspectiva de la cocina criolla y del restaurante. Ya no solo anticuchos, quiere comerse una buena panceta, un lomo saltado o el especial del día.
¿Cómo ves el papel de la mujer en la cocina ahora? En mi caso sigue siendo estresante, porque siempre quiero superar lo que me piden, soy sumamente obsesiva.
¿Te molesta eso, quieres cambiarlo? No, quiero mejorar. Es una obsesión buena, por así decirlo, sino, no sería yo.
¿Y eso le trasmites a tu gente? Ahora sí, antes era más dura, ahora ya sé que es importante escucharlos, porque son jóvenes y me imagino que sienten lo mismo que yo. Desde que tuve a mi hijo me sensibilicé y eso es lo que ahora trato de transmitir a los chicos. Porque un cocinero sin sensibilidad no puede cocinar, tienes que tener sentimiento, querer, respetar. Siempre les digo: piensa de dónde viene esta papa, quizá de una chacra de Ayacucho, piensa en la gente que la cosechó, se levantó temprano, tuvo un día duro, y muchas cosas más.
¿Cuántos años tiene tu hijito? Tiene cuatro, él no come carne de res, solo pollo. No me deja comer “chanchadas” (risas). Está acostumbrado a comer en casa o en Panchita.
EL COMPARTIR, EL DIFUNDIR
Martha Palacios acaba de regresar de París (Francia). Estuvo un mes por allá entrenando a la gente del nuevo restaurante de Gastón Acurio, Manko, dedicado a la cocina peruana. Pocos días antes de partir presentó el libro Bitute, un interesante proyecto en el que se trabajaron 70 recetas de la Lima antigua. Sus autores son Gastón Acurio y Javier Masías. La que se mandó con la preparada de las recetas fue Martha. La vimos en plena faena. Probamos su huancaína recién hecha, su pudín de camarones, su bacalao y, durante la entrevista le andamos metiendo el diente a una finura de carapulca de papa fresca y seca, sin chocolate pero con vino. “Ha sido una chamba grande –cuenta–. Hicimos hasta cinco veces algunas recetas”.
¿Cómo saber los sabores finales? Por ejemplo, el de la carapulca. Le hemos llevado los platos a nuestros abuelos, tíos, a los familiares del equipo. Gastón probaba, reformulaba y corregía las cantidades. Recuerda que antes se hablaba de pizca, de puñado, no había medidas tan exactas.
¿Cuál fue la que más te costó hacer? Me encantó hacerlas todas. La de siete colores es la más laboriosa, pero no más difícil. Creo que el pato es complicado: cortarlo, enrollarlo… un chambón. Llegó un momento en el que ya no podía más. Paraba a respirar y seguir. Éramos full bebidas energizantes y motivación, sino, no la hacíamos. Pero estoy contenta, las fotos son lindas, el libro es bueno. Para mí es el mejor y veo felicidad en la gente que estuvo conmigo haciéndolo.
¿Cuántas de las recetas del libro van a entrar a la carta de Panchita? Todas podrían, pero hay algunas que pueden entrar igual y otras hay que variarlas un poco. Por ejemplo la huancaína va tal cual, no para que compita con la que ya tenemos ahora, sino para que la prueben y sepan que existe otro tipo de salsa.
Es difícil no seguir picando. La carapulca sigue en la mesa, acompañada de una panceta que se deshilacha suave, armoniosa, de piel crocante. El plato es elegante, ligero (quién lo diría), amable. Martha sonríe cuando ve que no podemos contener la cuchara. Eso le gusta. Hacer feliz a la gente. Por eso la queremos. Porque sabe lo que hace: alimenta con generosidad nuestra panza pero también el corazón.
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