LA SAL DE LA TIERRA
Hermoso cuento de Teresa Ruiz Rosas incluido en el libro Il Romanzo del Mondo, editado a propósito de la Expo Milán 2015.
Hermoso cuento de Teresa Ruiz Rosas incluido en el libro Il Romanzo del Mondo, editado a propósito de la Expo Milán 2015.
Escribe Teresa Ruiz Rosas
Hay cuentos que nos tocan el corazón. Este es uno de ellos. Y más porque viene de tan lejos y nos hace sentir tan cerca. Es de la peruana Teresa Ruiz Rosas y habla del kankacho, esa noble carne aliñada y sazonada que obtiene tanto de su tierra ayavireña. Ha sido incluido en un libro llamado Il Romanzo del Mondo, o la Novela del Mundo, lanzando a propósito de la Expo Milán 2015, donde se arma una historia contada por 104 mujeres de diversos países en 28 lenguas. Teresa comparte con nosotros su relato. Si quieren el libro completo, está en PDF línea (hay traducción al inglés).
Teresa Ruiz Rosas, Perú
born in Peru and currently lives in Germany
La sal de la tierra
The Salt of the Earth
Para José Enrique y Nolan
Qué alboroto es éste? Francisco de Goya, Desastres de la guerra
Viajábamos de Puno a Cusco por aquel ferrocarril sólido que construyeron los ingleses para sacar a la costa minerales, lanas, y embarcarlos a Europa. Más famoso por sus defectos pero más seguro que el ómnibus cuando el avión resultaba caro al contribuyente. Josecito contaba cinco años. Observaba el lago con regocijo, las balsas, totoras meciéndose a la espera de algo. Fascinado, decía el azul es mi color favorito. Jamás había tenido tanta agua ante sus ojos fuera del mar. Un agua inmensa fundida con el cielo para júbilo y respeto del pequeño: vista de ventanillas abajo, llena de líquidos matices, se movía con suavidad obedeciendo a un ritmo omnipresente cuyos mecanismos nos quedarían ocultos.
«Mamá, ¿vamos en tren o vamos flotando?»
Aprovechaba para instruirlo:
«El Titicaca, Josecito, es el lago navegable más alto del mundo…» Me miraba, miraba el lago e iba captando.
Debíamos transbordar en Juliaca: cruce de líneas férreas, comercio desbocado, sarta de desagües al descubierto. Ni una tajada de lago para salvarla.
Esperamos a la intemperie, Josecito helado. Orinó por ahí, oriné por ahí, devoramos nuestro fiambre. Un anciano de sonrisa verde de chacchar coca nos ofreció té humeante en la tapa abollada de un termo.
El frío puneño que cala los sentimientos nos arrebató el miedo. Éramos tan adultos. Ambos.
Ocupamos asientos en el vagón «lujoso». No llegaban a cuatrocientos kilómetros pero el tren era tan lento, comentaba Josecito, que en lugar de ir parecía venir.
«En un tren, Josecito, caben muchísimas cosas». Se adormecía en mi regazo. Corría 1989, se habían perdido mitos. Empezaban a respetarse otros.
A Josecito le divertía el viaje dentro del viaje que emprendimos. Nunca había visto gallinas pasajeras desparramadas entre polleras de robustas mujeres. Ni conocía el ingenio para atar bártulos cuando la carencia apremia. Ni sospechaba que mientras unos juegan casino o se afeitan en su compartimiento, otros cuelgan de las puertas (les “falta” boleto). Gozan el vértigo con una mueca morada de frío en el rostro morado de siempre, si no los bajan.
A Josecito lo deslumbraban los sicuris, sus melodías andinas para hacerse de monedas urgentes; las mujeres de sombrero y trenzas, que ofrecían “al costo” vistosas prendas vernáculas; los vendedores furtivos de choclo con queso y aguados refrescos, poco mayores que él.
Me miró con antojo, levantó las cejas a la expectativa; no quería comprarle algo de dudosa procedencia. Los hábitos generan prejuicios.
Volvimos a nuestros asientos.
«Olvídese de choclos, panes secos» exclamó una boliviana asidua, «son las doce, ahorita llegamos a Ayaviri, comemos kankacho, el plato más rico del universo. Riquísimo».
Notó mi pasmo:
«No diga que no ha probado».
«¿Cómo?» pregunté presa del pánico, arrepentida de viajar en pésima época.
«¿El tren para en Ayaviri?»
«Tanto como parar… pero nadie se queda sin su kankachito, no se preocupe». «¿Ayaviri no está en manos de Sendero?» miré a Josecito como si fuesen a robármelo.
«Sí. Pero el kankacho es sagrado».
Gesticulaba como persona saludable sin privaciones. No sé preguntar más, escucharía qué razones hacían del asado en horno de barro a leña un manjar más allá del bien y del mal: «El ganado de aquí es de primera por la sal de la tierra» anunció con el aplomo que concede la sabiduría frente al incauto. «El macerado en la uchucuta molida en batán con cerveza negra realza el sabor de la carne, esparce el picante del ají panca, pero lo esencial es esa sal de la tierra ayavireña, enriquece los pastizales. Por eso la carne de estos animalitos es sabrosísima, el kankacho lo hacen del corderito macho tierno, gordito; la carne de hembra es dura, dicen» rió mirando de reojo al esposo. «No existe en el mundo nada parecido al kankacho».
«Ah… »
«Se me hace agüita la boca» suspiró, sus pupilas bailoteaban. «Falta poquito para Ayaviri, ya entramos a Melgar».
«Sí…»
«Con o sin Sendero, esa gente debe seguir viviendo. El kankacho son ingresos. Eche pluma, un tren diario de ida, más regreso».
«Claro…» siempre abogué por la vida, cordero era mi carne predilecta, quince años atrás había paladeado kankachos.
«Que mi marido le traiga. No se meta si nunca ha comprado. Hay que ser un rayo, entregar la plata exacta para no quedarse sin vuelto. Es carito, pero sirven abundante, con papitas huayro y morayas. Se derrite en el paladar, recordará toda su vida el kankachito. Gran alimento» revisó a Josecito.
Parecía un anuncio.
Josecito me sonrió, adoraba los manjares.
Entonces ocurrió lo indescriptible.
Ayaviri estaba en manos de Sendero Luminoso. El puesto de la Guardia
Civil había sido abandonado. Basurales al pie de la línea daban cuenta del estropicio. Apenas se veía gente. Algo más hacía distinto el distrito. ¿Era más desolado que otras franjas habitadas del Altiplano? Había estado allí años atrás, asombrada ante la catedral barroca de San Francisco de Asís, que asociaba con localidades grandes.
Temblaba. No sabía si obligar a mis ojos cerrarse o seguir alerta; se oían cosas, leían estadísticas, habían visto imágenes, quién no conocía a alguien que no anduviera metido en la danza o hubiese pasado por la morgue y no es igual viajar sola que con el hijo de las entrañas.
Lo tenía abrazado, Josecito lindo, casi envuelto, mirábamos (sin dejar de temblar) por la ventana. Me decía te defenderé hasta la muerte, me lamentaba al oído haber olvidado su revólver de plástico. Los niños sabían qué significaba “Sendero”, qué un pasamontañas negro.
«¡Llamemos a los marcianos con el pensamiento, mamá, para que nos rescaten!»
Ni el maquinista podría revelar si frenó al serpentear parsimonioso los Andes abruptos, difíciles a cuatro mil metros. Quizás frenó treinta segundos. De ventanas y puertas surgieron manos con billetes arrugados, inmundos. Recibían con sincronía coreográfica apetitosos kankachos calientitos, envueltos en periódico (con noticias de acciones senderistas). Subían chiquillos, negociaban cual flechas en los pasillos atiborrados de pasajeros con la saliva a punto como el perro del experimento de Pávlov. Después saltaron del tren en marcha. Tan rápido no se perpetran las operaciones en Wall Street, Frankfurt, entre los tigres del diamante.
El olor del asado invadía los rincones del tren verde, paciente, sempiterno, por zonas pestífero. Ansiaba abrir nuestro paquete.
El festín fue largo y silencioso, todos éramos iguales (aquel viejo sueño); comíamos nuestro kankacho con las manos, y papas, morayas, regodeándonos golosos, alevosos, sin modales, expectativas, la grasa del cordero hasta los codos. Nos chupábamos los dedos, nos sonreíamos radiantes, los mofletes llenos. Jamás había sentido tal complicidad con mis semejantes, no necesitábamos vernos los ojos.
«¡Mamá! ¡Qué rico! ¡Llevémosle a mi papi!»
Estábamos por La Raya: reza la leyenda que el Inka encerró al viento. No podíamos comprar ni ñisca.
Lo miré, tan tierno, satisfecho, pensé en su papi futuro vegetariano, me pregunté si aquella boliviana saboreando su segundo kankacho, no viajaría tanto a Cusco a visitar a sus nietos por hincharse del memorable cordero
Llegamos de noche a una estación populosa, aturdida por la tardanza. Olvidé unos días la drástica existencia de Sendero Luminoso en mi país, azotado desde muchos flancos. Hasta que abrí un periódico de Lima en un concurrido café cusqueño. En la antigua capital imperial la gente se cuidaba de hablar. Era lógico.
© Teresa Ruiz Rosas, 2015. By arrangement with Literarische Agentur Mertin Inh. Nicole Witt e. K., Frankfurt am Main, Germany
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