DAR DE COMER CON AMOR
En un comedor popular de Comas, mujeres aguerridas se unen a dos jóvenes cocineros para impulsar una mejor alimentación en su comunidad. Aquí la historia.
En un comedor popular de Comas, mujeres aguerridas se unen a dos jóvenes cocineros para impulsar una mejor alimentación en su comunidad. Aquí la historia.
Escribe Paola Miglio (Twitter @paolamiglio / Instagram @paola.miglio) / Fotos Santiago Barco (Instagram @barcoluna)
Qué hace que todas las mañanas te levantes con ganas de cocinar gratis para personas que no conoces. Que dediques tu día a hacer cuentas y planear menús. Que te preocupes. ¿Qué? Pues voluntad, corazón y preocupación por el prójimo, eso que tanta falta nos hace a los peruanos y que allá, casi al final de la Lima, en el Comedor Popular San Martín de Comas, sobra.
A las once de la mañana ya está todo listo. Los almuerzos en el Comedor Popular San Martín del 11 de La Balanza, en Comas, comienzan a venderse a S/. 3.40 a los miembros del comité y a S/. 3.70 al público de fuera. El menú está compuesto siempre de sopa y un plato de fondo. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, las cosas no son las mismas. Las verduras y vegetales se han hecho un buen campo entre las montañas de arroz blanco y, bien coquetas se exhiben como una alternativa saludable entre tanto carbohidrato. ¿A qué se debe este cambio? ¿Cómo lo han tomado los parroquianos? “Pues con recelo, pero van acostumbrándose”, cuenta Celia Solis, cocinera y presidenta del comedor desde hace ocho años.
UNA HISTORIA (FELIZMENTE) INTERMINABLE
El Comedor Popular San Martín nació en 1979. Sí, hace más de 35 años. Catalina Dávalos es una de sus fundadoras. Tiene 70 y está retirada. Entró a trabajar en el comedor cuando tenía 25 años y le tocaron épocas duras, quizá las peores. En un inicio, recuerda, el comedor pertenecía a Caritas, que les donaba harinas, trigo, aceite… Eran un grupo pequeño de 12 mujeres que salía adelante como podía. En las reuniones con las monjas de Caritas también les regalaban latas de seco para hacer sopa. Así pasaron los años, sobreviviendo a cada gobierno, a cada terror, cocinando con leña. Sin luz. Sin agua. Sin nada. “Así hemos estado, trabajando como gitanas”, dice.
Celia Solís llegó después. Cuenta que cuando era presidente Belaúnde Terry el comedor sufrió amenazas terroristas: se sospechaba que la directora de aquel entonces malversaba fondos de la comunidad y tuvo que entregarlo para evitar problemas. Que el comedor se heredó con deudas de agua, luz y sin desagüe. Una desgracia. Que montaban actividades para su rescate: se hacían cachangas, churros, panes. También recuerda la época de los pandilleros, que vino después. Metían susto tirando piedras de un lado al otro del comedor. “Entré en los noventa, en una época de crisis, la de Fujimori. Ingresé como ayudante de cocina, veía que la comida era un poco fastidiosa, estaba mal combinada. Venía de una familia donde cocinan con muchas ganas, entonces empecé a tratar de cambiar, a mejorar”. ¿Corría piedra, bala, todo? Piedras generalmente y si había bala, era en la noche. En el día, la piedra corría por tu cabeza. Eran bandas, lo hacían para generar miedo, no solo entre ellos, sino entre los que estábamos acá dentro. ¿Pero por qué generar miedo si estaban haciendo un servicio para ellos? Pues porque ellos tenían una mala referencia de los comedores. Pensaban que lucraban, que no importaba la calidad de comida que se daba a la comunidad.
HOY SE CUECEN LENTEJAS
Mientras las cocineras encargadas del día mueven las ollas y terminan con los ajustes del arroz, nos sentamos en una mesa larga para compartir el almuerzo. Ahora son 18 las encargadas. Siempre mujeres, no dejan entrar a hombres a la cocina: “se ponen fastidiosos, entonces para no estar ahí en la comidilla, mejor puras mujeres”, dice Celia. Es lunes de lentejas, pero también de ensalada: vegetales frescos, crocantes, bien aliñados y aromatizados. Algunos piden las menestras sin arroz, otros con todo. Pues encima hay huevo. Hace algunos meses que las socias han cambiado su forma de ver la alimentación. Todo es medido: hay taza para servir el arroz, la hornilla ya no se queda prendida todo el día cuando cocinan, se ha disminuido el concolón. Esto es el resultado de una interesante alianza que el comedor ha establecido con dos cocineros jóvenes que manejan a la perfección técnicas de logística de restaurante (además de cocina).
Mónica Kisic y Francesco De Sanctis comenzaron a visitarlas en verano gracias a la iniciativa del proyecto Mikuydad, que intentar ayudar al comedor a ser sostenible. Además de tener muy buena sazón, el comedor está ubicado en un lugar en el que se pueden hacer mejor las cosas, solo hacía falta herramientas: conocer un poco más sobre manipulación de alimentos, nutrición y cocina saludable e implementación. “Son las tres fases en las que se intentó dividir este proyecto. La primera era nutrición, la segunda manipulación y la tercera, trabajar juntos y ayudarlas a sacar adelante un menú”, explica Francesco.
El comedor de La Balanza no genera ingresos para sus socias. La figura es la siguiente: ellas cocinan para todos y tienen un precio de menú más bajo (unos S/. 0.30) para sus familiares. Entonces tienen, en la medida de lo posible, comida balanceada y además sacan un poco de dinero para comprar mejores insumos, porque resulta que lo que manda el Estado cada vez es menos: el MIDIS, mediante la municipalidad, subvenciona una parte y brinda alimentos de baja calidad. Por ejemplo, el arroz viene molido y se llama arrocillo, es decir, es lo que descartan del arroz, lo que se muele, lo que se bota, lo peor. ¿Qué se hace en el comedor? Se compra arroz de buena factura en el mercado para mezclarlo con el donado y así tener un mejor producto. No hay alternativa.
Las socias entran a trabajar a las ocho de la mañana y el turno dura hasta que se acabe todo, o sea, más o menos hasta las tres de la tarde, con limpieza incluida. Se han agenciado proveedores que hasta les fían debido a la noble labor que realizan, y así tratan de seguir adelante. “Ha sido bastante gratificante ver la evolución en la cocina, tanto labores técnicas como de personal. Hay una confianza que ellas han ganado, se sienten seguras de que pueden lograr más cosas, unidas y mediante la cocina”, explican los cocineros.
CUANDO EL ARTE DISPARA UN COMEDOR
Un agente clave e importante en el desarrollo de este comedor popular fue la Fiteca, dirigida por Jorge Rodríguez, una comunidad que promueve la Fiesta Internacional de Teatro en Calles Abiertas y que nace en 2002 gracias a la iniciativa de varios colectivos de arte. La idea es apoyar actividades culturales, sociales y educativas en la zona. La temporada de Fiteca comenzó a ser un éxito para el comedor: los visitantes buscaban un lugar para almorzar y, claro, este era el espacio indicado. Fue también gracias a ella que consiguieron los contactos para construir un techo de material noble para el comedor, y que empezaron a aparecer nuevas oportunidades de crecimiento, como el proyecto Mikuydad, una innovación social participativa que surge en el marco de una reflexión global sobre la situación de informalidad en países en desarrollo y que se realiza en en paralelo en seis ciudades del mundo. La idea ganadora fue el concepto de Restaurantes Mikuydad: transformar los comedores populares al nuevo contexto social y económico de los barrios peri-urbanos de Lima, preservando los mecanismos de solidaridad que los hicieron posible en los años ochenta. Así, Foro Nacional Internacional (FNI) recibió el encargo de instalar un piloto del concepto Restaurantes Mikuydad en Lima y, con el financiamiento de la Fundación Rockefeller, se realizó el estudio de campo y finalmente se eligió al Comedor Popular San Martín.
FNI presentó el proyecto a las socias del comedor para preparar almuerzos alternativos de calidad y asequibles generando más de 200 raciones diarias. Además, se atienden alrededor de 10 casos sociales (almuerzos sin costo) y durante la Fiteca se cocinan entre 300 a 700 raciones por día. “El proceso de implementación ha sido complejo –explican Fernando Prada y Marycielo Valdez, responsables del proyecto–, ya que no existen mecanismos legales para formalizar organizaciones sociales de base como los comedores populares”.
El principal desafío fue trabajar un proyecto que mostrase cómo, aún en contextos institucionales precarios, es posible usar los recursos de manera eficiente y movilizar una comunidad. Gracias al proyecto se ha mejorado las condiciones del comedor con cocinas, campana extractora, repostero, cámara de congelación y refrigeración, herramientas de cocina básicos y construcción de parte de la infraestructura del comedor y local comunal. Pero además, se ha comenzado un hermoso trabajo de actualización y nutrición gracias al ingreso de los cocineros Mónica Kisic y Francesco de Sanctis. Lo clave, como dice Fernando Prada, es “la posibilidad de replicar, pero con organizaciones sociales de base que se fajen y quieran hacer las cosas bien, con calidad, rico y barato para comunidades que ya no son las de los ochenta”.
POR FAVOR, NO MÁS ARROZ
Celia Solis, Mercedes Leonidas y Elina Tangoa sonríen cuando cuentan sus tácticas para que la gente del barrio ya no pida tanto arroz. Se sirven lentejas o frejoles, lo que haya, y al lado un buen plato de ensalada. Luego se sientan a comer su almuerzo en el comedor. “¿Están a dieta? ¿Cuidando la línea?”, les preguntan los comensales. “No –responden tajantes– es que me quiero y quiero mi cuerpo, y así lo cuido más”. La audiencia se queda en silencio, ellas ríen para sus adentros. Y es que uno de los más grandes obstáculos para las cocineras es el arroz. Sí, ese delicioso cereal que remojamos con el jugo del guiso, ese carbohidrato que llena y no alimenta y que si no se quema de inmediato se acomoda en las caderas para toda la vida. Ese. Peor si se une a la papa y a las menestras y a las proteínas. Hoy las señoras del comedor lo tienen claro y tratan por todos los medios de hacérselo saber a sus clientes. Por lo menos con los niños, van avanzando.
“El primer día hice una presentación muy sencilla –cuenta Mónica Kisic–, un video para explicarles lo de la pirámide alimenticia. Las señoras son como unas heroínas, toda su vida han trabajado gratis para servirle a su comunidad y en ella obviamente hay personas mayores y niños que tienen que beneficiarse y comer saludable. Pero luego tienen la lucha de la costumbre de servir muchos carbohidratos, porciones muy grandes, arroz con carne, pero mucha carne, con casi nada de verduras”.
Así es como comenzó la labor de Mónica, con estrategias que las ayudarían a mejorar su forma de servir, de cocinar los alimentos para no matar sus nutrientes, de aporvechar lo que estuviese de temporada. “El cliente es un público exigente y además ellas tenían que romper esa barrera de confianza y de seguridad. Tenían un rechazo a las verduras porque el cliente prefería que le pongan más arroz a más zanahoria”, recuerda Mónica. “Lógicamente –agrega–, aquí hay un conflicto social enorme, y ellas también tienen una historia dentro de sus casas, una historia probablemente difícil. Entonces al toque se cohíben, no se quieren pelear con nadie ni tener problemas, quieren que todos sean felices. Les es difícil alzar su voz y decir: ‘queremos que coman bien, esto es para ustedes’, sin verse afectadas y sentirse insultadas u ofendidas”. La situación llegaba a extremos agresivos: algunos se metían dentro de la cocina y se servían ellos mismos, provocando enfrentamientos que felizmente ya se ha resuelto con la construcción de una barra de cemento que separa cocina de salón: “si quieres más, te sirvo yo”.
Con el tiempo y los días de trabajo, las socias están aprendiendo más. Ahora incluyen en sus menús sopa de quinua, tallarín con pavo, salsas, vinagretas para las ensaladas, encurtidos para tener en la refrigeradora y servirlos con vegetales. Cosas sencillas que se basan en la temporada. “La idea no era enseñarles a cocinar porque ellas ya lo sabían, sino darles tips para mejorar –cuenta Francesco–. Vine a ver a dónde estaban botando la plata. Por ejemplo en el tema del gas, tenían balones grandes de gas que se gastaban en cuatro días cuando debían durar 15, o peroles prendidos todo el tiempo y a fuego máximo”.
La labor no ha terminado. Aún hay mucho por hacer. El sueño es inmenso, y hay posibilidad cuando se comienzan a juntar los proyectos. Ha sido una etapa interesante de recuperar la confianza, de ver mejoras en infraestructura, de puesta en valor. Incluso las socias se han mandado finalmente ha levantar un huerto en el patio trasero del comedor. Hoy han cosechado beterragas para la ensalada. El orgullo es grande cuando las muestran y las cocinan. Como ese que deben sentir sus hijos por ellas todos los días. Como ese que debe tener la comunidad que alimentan con tanto amor.
DATO IMPORTANTE
Para todos los que quieran apoyar al Comedor Popular San Martín del 11 de La Balanza, este es el teléfono de la presidenta Celia Solís 987-535-901. No se cohiban, toda ayuda es buena. Más datos sobre los proyectos de barrio cultural de socios estratégicos CITIO Ciudad Transdiciplinar.
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