CUATRO LAGUNAS
Llegamos Acomayo (Cusco) dentro del proyecto Mater Iniciativa, y jamás imaginamos el resultado de tan incierta expedición. Esta es la crónica.
Llegamos Acomayo (Cusco) dentro del proyecto Mater Iniciativa, y jamás imaginamos el resultado de tan incierta expedición. Esta es la crónica.
Aproximadamente a tres horas y media de la ciudad del Cusco, casi a 4000 msnm, cuatro lagunas rodean la provincia de Acomayo, en Sangarará. Ahí, el Programa del Instituto para una Alternativa Agraria (IAA) trabaja con la comunidad de Chahuay hace más de 10 años. Llegamos con el objetivo de observar y buscar algo interesante, sin embargo, no imaginábamos el resultado de tan incierta expedición. Esta es la crónica.
Gabriela nos acompaña. Con 23 años trabaja en esta iniciativa desde los 14. Es hija de campesinos (padre cusqueño y madre de Apurímac). Nuestros ojos se van abriendo a medida que llegamos: Chahuay es pequeñito, alrededor de 150 habitantes. Ellos nos miran curiosos. Gabriela ya estableció contacto telefónico: “Alo, ¿compañera?”. Se dicen “compañeros” todos, los une un vínculo irrompible: trabajan en la tierra por tradición, por generaciones. Una herencia que vamos conociendo.
Hay ovejas en el camino, arrancando pasto verde de las orillas de una de las lagunas. El cielo es muy azul, las montañas se imponen y nos regalan un paisaje impresionante. Al fin disfrutamos de este aire limpio y frío. Un olor a hierba y paja nos recibe con Trinidad, nuestra primera anfitriona. Con una sonrisa amplia nos extiende la mano para saludarnos. Gabriela se comunica con ellos en quechua de vez en cuando y todos entienden perfecto nuestro castellano. Lo hablan bastante bien, pero es su segunda lengua.
Trinidad tiene una huerta de unos 100 m2, con hojas verdes, cereales y tubérculos. Al fondo, sobre una mesa de barro, guarda las semillas de papa. Unas papas pequeñitas que mantiene a la sombra. Unos pasos más y atravesamos su fitotoldo, una estructura diseñada para proteger de “la helada” los rocotos, mastuerzos, tomates y lechugas. Y es que un rocoto dulce crece a 4000 msnm.
Francisco, su esposo, se ocupa de la construcción de casas turísticas. Barro y piedras grandes y muy sólidas son los cimientos. Trinidad nos invita a su casa y nos muestra con orgullo su cocina a leña y un mecanismo que han creado para hervir agua con rapidez.
Pasamos detrás de su casa, una cerca separa el espacio donde se va elaborando el abono en la chacra. Hay un montículo enorme de tierra en la que crecen las lombrices en restos de hortalizas y verdes, es un chance orgánico y a menor costo. La tierra es saludable, “los fertilizantes químicos hacen dependiente a la tierra -explica Gabriela- y cada vez pide más y termina siendo más costoso”. Para finalizar el recorrido pasamos a un nuevo ambiente y encontramos el criadero de cuyes que se alimentan de lo mismo que comen sus dueños.
La hija de Inocencia debe tener 10 años. Ella está esperando su turno ansiosa. Nos lleva a su casa con determinación. Allí hay vacas y chanchos, pollos y un huerto con proiuctos similares a los de Trinidad. Un cerrito de lo que pareciera paja nos llama la atención. Gabriela escarba un poco y nos dice: “es quinua”. Aparece un tercer personaje, Domitila, quien se ríe y toma un puñado. Lo sopla despacio. Es quinua fresca.
Domitila es ahora nuestra guía, nos lleva cerca del lago, donde vemos a lo lejos tres burritos y un señor que los dirige en círculos. Pisan pajas verdes entre todos. Son habas. Bajo las esteras verdes se desenvainan lentamente las habas frescas, las que en el mercado hemos visto en costales sin prestarles mucha atención. El proceso de “pisado” con ayuda de animales dura más de una hora. Domitila escarba bajo la paja verde para dejarnos ver las habas entre la tierra, agradecida. Luego viene el “trillado”. Una señora y sus dos hijas elevan al aire, con ayuda de una especie de trinche, las hierbas verdes, para que el viento despeje las habas. A un lado vemos las morayas, expuestas al viento y el frío, echadas sobre esteras. Luego, montículos de trigo que tuestan para consumo. No consumen pan ni pastas, su dieta consiste en lo que su tierra produce. De vuelta, Domitila nos lleva a su casa. Prende las luces y nos deja esperando en un ambiente lleno de pinturas en las paredes. Trae en un plato pejerreyes que consiguieron del lago esa mañana. Así cerramos el círculo de una rutina que fluye sin apuros.
En el camino hacia la carretera nos topamos con un grupo de pueblerinos reunidos. Gabriela nos cuenta que una vez al día se reúnen para repartir entre todos las ganancias. Funcionan como comunidad en todo sentido. Invierten lo obtenido en su propio pueblo, cuando se necesita algo para el bien común. Una forma de civilización que parece funcionar. Ellos solo nos piden una cosa: quieren aprender a presentar mejor sus comidas. Nos preguntamos si se habrían dado cuenta que nosotros teníamos mucho más que aprender de ellos.
Sentados frente al horno de leñas nativas de Trinidad, esperamos que piquen los pejerreyes gigantes de una laguna de altura. Una olla tibia de papas deshidratadas, morayas, chuños y habas recién seleccionadas terminarán siendo nuestra guarnición. Desprendemos molle de los árboles que nos acompañaron en la ruta de llegada, el único condimento de la tarde.
Como cocinero siempre celebré mi obsesión por buscar la perfección. Cuando el estado de alerta y preocupación es una constante, me encuentro hoy cara a cara con mi contraparte: un mensaje claro de tranquilidad y escaso en angustias. La tierra se toma su tiempo, la helada es solo un pequeño contratiempo, los peces pican o no, los cuyes crecen, la cebada tarda en tostarse, el día no agota sino nos acerca, un poco más, a ver madurar los rocotos. (Crónica elaborada dentro del proyecto Mater Iniciativa, Afuera Hay Más www.materiniciativa.com)
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