LA RECIÉN BAJADA
María Elena Cornejo hace una deliciosa revisión sobre la comida de las picanterías arequipeñas. Un relato íntimo que aborda producto y receta.
María Elena Cornejo hace una deliciosa revisión sobre la comida de las picanterías arequipeñas. Un relato íntimo que aborda producto y receta.
Escribe María Elena Cornejo (@mariaelenacorn2)
Cuando llegué a Lima la primera vez, tuve la impresión de haber aterrizado en Marte o en la Cochinchina. Nadie me entendía. Si pedía un kilo de aguja en el mercado, me mandaban a la mercería, si indagaba por cau cau para mi chupe me señalaban una panza a la que los limeños llaman mondongo. Nadie empleaba expresiones ni adjetivos para mi tan perfectos y descriptivos como chuma, ticca, atatau o wiswi. ¿Cómo explicar que el plato era desabrido o que estaba frío o que era un menjunje intragable o que el mantel estaba cochino?
Felizmente, jamás se me ocurrió tocar la puerta a la vecina para pedirle un poquito de mocontullo para misquirichir mi caldo. Para los extranjeros o no iniciados, les explicaré que el mocontullo es un hueso que sirve para dar sabor y sustancia al caldo. Mi amigo antropólogo Hernán Cornejo (que no es mi hermano, sino más bien un sabio en arequipeñadas y arequipeñeces) dice que antiguamente las vecinas y comadres se prestaban el bendito hueso para tener un pretexto para chismosear y fraternizar con el vecindario. Detrás del mocontullo, apunta Hernán, transita un conglomerado de leyes morales, de costumbres que orientan la convivencia social y aseguran la memoria del sabor, además, claro, de servir como terapia.
Y fue un ‘cofre’ de mocontullo y otro de ají panca lo que me obsequió la semana pasada mi querida Mónica Huerta, la reina de la picantería La Nueva Palomino y artífice de la Sociedad Picantera de Arequipa, institución que agrupa a 30 de los 70 comederos típicos que existen en la Blanca Ciudad y que en abril de este año logró la denominación de Patrimonio Cultural de la Nación. Ambos ingredientes son básicos en la cocina arequipeña y requieren un trabajo lento, afectuoso, paciente para ir salando y asoleando el hueso (generalmente se emplea el de rodilla de res o cualquiera que contenga tuétano). Luego de varias semanas de espera, el hueso estará lo suficientemente ‘blanqueado’ para usarse como sazonador natural.
El ají panca tiene un proceso similar en cuanto a paciencia y cariño. Una vez cosechados los ajíes colorados, se tienden al sol para que sequen. Luego se quitan las circas y el moño y se ponen al horno de leña a temperatura muy baja y se dejan ahumar. Recién entonces se muelen en batán hasta formar un polvillo grueso y aromático.
La comida de Arequipa, la ma-ra-vi-llo-sa comida de mi tierra (perdonen la franqueza), está íntimamente ligada a las picanterías a las que Isabel Álvarez llamó muy bien “el útero grande donde recalan los arequipeños”. Y en las casas, salvo el cuy chactado, se comían básicamente los mismos platos. Hablo en pasado porque ahora las jóvenes generaciones son más prácticas que no impacientes y no pueden pasarse el día en aderezos y reducciones. En mi tierra, las picanterías están dirigidas por mujeres. Mujeres fuertes, testarudas, amorosas y “nevadosas”. No en vano se nace al pie de un volcán.
Las mujeres cocinan y conversan con los parroquianos, atienden y vigilan el aprovisionamiento de vituallas. ¿Los hombres? Ellos son los cuchimachos, cobran y colaboran sirviendo los cogollos de chicha, brindando “hasta los portales” y generalmente llenando el guargüero más de lo deseado.
Traduzco: hasta los portales significa hasta la mitad del vaso, justo donde están marcados los arcos, una alegoría a los portales de la Plaza de Armas de los que nos sentimos muy orgullosos. Pero la expresión también se relaciona con nuestra herencia indígena. Recordemos que en la tumba de la Momia Juanita se encontró un vaso ceremonial con diseños geométricos muy similares a los portales españoles.
Mónica me recordó que hay tres tipos de vasos: el caporal (el de los portales) que se comparte con toda la mesa, el cogollo (de un litro) y el doctorcito (de medio litro para los “ccalas’). El bebe o jarrito se emplea para servir directamente desde la chomba.
La chicha arequipeña se prepara con guiñapo (wiñapu es una palabra quechua que significa crecer, germinar). Y el guiñapo también lo prepara La Nueva Palomino porque los mercados que tradicionalmente la abastecían han dejado de lado la prolijidad por el negocio rápido. Día a día espera que el maíz germine, despalilla los granos antes de la molienda y prepara una chicha suave, aromática, casi sin fermentar. Por un artículo sobre el libro La faz oculta de Arequipa del estudioso Antero Peralta Vásquez en el que cita al eminente doctor Francisco Mostajo, me acabo de enterar que characato viene de las palabras sara y kato que significan “mercado de maíz”.
Retomando el tema de las heredades, diré que las picanterías fueron lugares de encuentro desde mucho antes de la llegada de los españoles. Vuelvo a mi amigo Hernán Cornejo para decir que la picantería maneja el concepto de “mesa servida”, eso quiere decir que no hay entrada, segundo y postre sino brindis, charla, juegos, intercambio de frases ingeniosas, picantes y yaraví.
La picantera no está refugiada en la cocina. Ella recibe y saluda al comensal. Todos son compadres y comadres hermanados en este enorme útero culinario. Como los arequipeños somos formales y conservadores nos saludamos con la mano y acto seguido el comensal se sienta en una larga banca donde hay o habrá otros parroquianos. Ese es otro encanto de las picanterías: ahí no hay clases sociales, ni ocupación ni apellido. Quienes van a picantear se sientan uno al lado del otro y, lo más probable, es que compartan el mismo vaso de chicha mientras esperan la llegada de los picantes. Entre paréntesis: Jorge Basadre dijo que Arequipa era patria de la mejor chicha.
Bueno, la espera felizmente no desespera porque el estómago se entretiene con los jayari o despertadores del apetito. Mónica manda a la mesa sarza de lapas, sarza de patitas de cerdo, revuelto de habas, soltero de queso, ensalada de liccha cuando la hay (liccha es la hoja de la planta de quinua), ocopa y un encendido escribano de camarones. El escribano es el plato emblemático de la picantería, el que identifica a la dueña y da personalidad del lugar. Los ingredientes básicos son papa blanca, rocoto y tomate. Y ahí cada picantera lo adereza a su real saber y entender. El de Mónica lleva, además, camarones pequeños previamente salteados que aliña con chichagre (vinagre de chicha). Luego de los jayari vienen los chupes, según el día de la semana, y al final los guisos (locro de pecho, pato almendrado, lengua estofada, ají de calabaza, torrejitas de zanahoria y un largo etcétera). El rocoto relleno no forma parte del menú picantero, es un extra que se comenzó a servir en los años 50 y que ahora forma parte del triple o cuádruple que horroriza a los clásicos.
Un punto aparte para destacar un plato absolutamente extraordinario rescatado por Mónica del recetario materno: el chupe de camarones con quinua, tan untuoso, tan refinado, tan sabroso que merece estar en las mesas de la alta cocina peruana.
Curiosamente en las picanterías tradicionales no se servían postres, para dulce había que irse a Tingo a comer buñuelos. Ahora ya se sirve queso helado, tocino del cielo y pocas cosas más. Y nunca cierran, mejor dicho, casi nunca. El único día del año que las picanterías no exhiben banderita roja y blanca (señal de chicha y pan) y la puerta permanece cerrada es el 1 de noviembre, día de los difuntos. Ese día todos van al camposanto con viandas, anisado y música para que nuestros muertitos se alegren, dicho sea con todo respeto.
He repetido hasta el cansancio que nuestra comida es deliciosa y espléndida, sin embargo muchos platos representan épocas de escasez, hambruna y calamidades. Como las zarzas, por ejemplo, que según Hernán es una forma de preparación originaria de Arequipa. En esta línea se ubica lenguas, ubres, patas y criadillas, modestos insumos que las hábiles manos de nuestras picanteras transforman en bocados sabrosos y extraordinarios.
La habilidad del mestizaje culinario, la diversidad de productos y las diferentes técnicas de cocción empleadas por nuestras guisanderas hacen de Arequipa un sólido referente de la gastronomía nacional. Y no de ahora. El libro más antiguo de cocina publicado en el Perú nació en Arequipa, en la imprenta de don Francisco Ibáñez en 1867. Se llama La mesa peruana o sea el libro de las familias. Por algo será.
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